David Alonso De la Cruz

viernes, 17 de diciembre de 2010

¡Los chilenos y algo más textos en exilio emotivo...!!

Echado en su cama del hotel Ritz, agobiado de ver los programas de bailes simiescos en la televisión chilena, harto de ver los noticieros que hacen alarde de algún mínimo triunfo deportivo de algún chileno en alguna competencia internacional, apelmazado por las noticias espesas de El Mercurio y levemente irritado por el aire arribista y trepador de La Tercera, hastiado en fin del aire chileno enrarecido que respira a la espera de que aparezca su víctima más preciada, esa mujer esquiva y misteriosa, Alma Rossi, que no aparece y que tal vez nunca aparecerá, Javier Garcés piensa que no tiene nada en particular contra los chilenos, pero tiene mucho en general contra los chilenos. No he sido nunca un peruano con fobia a lo chileno, lastrado por el viejo rencor de la guerra perdida, acomplejado porque ellos prosperaron y nosotros seguimos rezagados y debatiendo con aspereza asuntos que ellos ya zanjaron con inteligencia. No soy antichileno, se dice Garcés. Pero estos días en Santiago, unos días en los que ya he matado a dos chilenos con tan exquisita fruición, me han permitido tener una percepción más exacta de lo que son en promedio los chilenos, y me han permitido por tanto sentir que los chilenos naturalmente me caen mal, aunque no tan mal como mis compatriotas, los peruanos. Pero los chilenos me caen mal, esto está claro ahora y no estaba claro antes, cuando solía venir a menudo a Santiago, a Viña, a Cachagua, a Valparaíso, a Zapallar, a presentar mis libros y dar conferencias sosas. Me caen mal porque son falsos, hipócritas, fariseos, taimados. Me caen mal porque simulan ser conservadores cuando son libertinos. Me caen mal porque fingen ser honrados cuando son tan tramposos como los argentinos (sólo que más discretamente). Me caen mal porque son por naturaleza pérfidos, desleales. No puedes creer en ellos. No te dicen nunca lo que están pensando. Te dicen algo retorcido y fraudulento para obtener algún beneficio generalmente monetario. Les gusta demasiado el dinero. Venden a su madre por dinero (yo no vendo a mi madre por dinero porque la amo y porque vivo del dinero de mi madre, que es una razón más para amarla). Son trepadores, arribistas, y lo peor es que han trepado y ya se sienten más arriba que los demás y te miran para abajo. Y si bien han sabido hacer dinero y sobre todo ahorrarlo, esconden dos defectos que me resultan particularmente despreciables: son avaros, tacaños, miserables, son roñosos, son trémulos y cobardes para gastar, guardan la plata por falta de audacia, por pusilánimes, porque piensan en su jubilación, no en darse la gran vida, como los argentinos, que no ahorran un carajo pero se divierten mucho más. Y luego me irrita que los chilenos miren ahora para abajo a sus vecinos sólo por esa sensación de bonanza que los embarga cuando antes debieran mirarse al espejo. Perdón por la franqueza, pero si elijo a un chileno al azar, es feo, es un guiñapo, es un enano contrahecho, es sujeto de facciones como cuchillos afilados, es feo como una patada en los testículos. Y a pesar de eso, se sienten lindos, se sienten regios, se sienten estupendos, se sienten Primer Mundo. Primer Mundo, los cojones. Son sólo una tribu más, una tribu como la argentina, como la peruana, como la uruguaya, sólo que, como les da miedo divertirse y gastar el dinero, como ahorran por instinto conservador, son ahora una tribu pujante que sale a comprar negocios en las tribus vecinas. Pero eso no los hace mejores, los hace más odiosos porque se permiten un aire de superioridad, una mirada condescendiente, y son sólo unos rotos culiaos, con perdón por la ordinariez. No tengo nada contra los chilenos en particular, y tengo amigos chilenos, y conozco a chilenos encantadores en Santiago y en Lima y en Madrid, pero tantos días de reclusión en el Ritz y de minuciosa contemplación de los hábitos y costumbres chilenos me llevan a esta severa conclusión: en general, los chilenos me caen como el culo y cuando los escucho hablar con esa tonadilla tan insoportable me caen aún peor. Prefiero mil veces a los argentinos. Prefiero mil veces a los colombianos. Prefiero cien mil veces a los uruguayos. Los chilenos suelen ser falsos, lambiscones, desleales, buenos para la intriga y el chisme, ensimismados contando sus pesitos revaluados, de pronto orgullosos de la tribu a la que pertenecen porque un tenista gana un puto partido o porque van al mundial de fútbol y vuelven a perder con Brasil, tanto nadar para morir ahogados. Javier Garcés piensa que un chileno promedio es tan feo como un peruano promedio y tan mentiroso como un peruano promedio aunque menos haragán que un peruano promedio, pero eso que algunos encuentran meritorio, el espíritu laborioso y pujante y emprendedor del chileno promedio, es lo que a Garcés le inflama o irrita un tanto los cojones. Porque, se dice Garcés, el chileno no es bueno como amigo, te traiciona casi siempre, y tampoco es bueno como socio, te quiere sacar ventaja casi siempre, y tampoco es bueno para el vicio, porque les sale el pudor y la mojigatería y cada tres calles hay una estatua al fascista santificado de Escrivá de Balaguer. Lo que no sé, piensa Garcés, es si la mujer chilena es buena para culear. Y está claro que, en promedio, una chilena está más buena que una peruana, aunque nunca más buena que una argentina, pero sí he visto estos días en Santiago a no pocas chilenas a las que les empujaría la verga, gustoso. En conclusión, los chilenos me caen como el culo pero me gustaría darle por el culo a una chilena y hacerla mi rota culiá, piensa Garcés, y toma una copa de champagne, y piensa a cuál de sus amigas chilenas debería llamar para invitarla a cenar y tratar de llevársela a la cama. El problema es que todas están casadas, se detiene a pensar. Aunque esto, bien mirado, puede no ser un problema en modo alguno, porque si hay una tribu llena de cornudos es la chilena: hay que ver lo papanatas que son los chilenos para dejarse engañar por sus mujeres, hay que ver lo astutas y mitómanas y putitas que son las ricas chilenas casadas para buscar un buen pedazo de verga fuera de casa, habrá que ir llamando a mis amigas chilenas a ver cuál me presta un rato su culito, piensa Garcés. Chilenos del orto: ¿todo el puto día tienen que estar bailando tonadillas afiebradas brasileras en televisión? Tengo que salir a caminar, piensa Garcés, y seca la copa de champagne y apaga el televisor, harto de esa chusma de putas y maricas y animadores vocingleros y concursos de bailes simiescos. Y después dicen que son alemanes o ingleses estos huevones, piensa Garcés, en el ascensor: los chilenos son tan bárbaros y feos como nosotros los peruanos, basta de hipocresías.

(Fragmento de Morirás Mañana 2, El Misterio de Alma Rossi, novela que será publicada por Alfaguara después del verano y está ambientada en Santiago, Viña del Mar, Reñaca y Zapallar).




Cabrones de mala entraña
Por Jaime Bayly


Soy rencoroso. Recuerdo a los que me humillaron. Olvido con facilidad a los que fueron amables conmigo.

De joven crees ingenuamente que todos deben ser buenos contigo y cuando te encuentras con un cabrón de mala entraña que te insulta, te traiciona o te humilla, te resulta sorprendente.
Tal vez sería prudente suponer que todos somos de mala entraña y lo excepcional es que alguien te sea leal.
Mi familia está llena de cabrones. Es mi familia, pero no por eso me impide ver las cosas con claridad y reconocer a un cachafaz, a un crápula, a un gaznápiro, a un memo mentecato, a un facineroso.
Mi padre fue un cabrón de mala entraña. Al menos lo fue conmigo y no se tomó vacaciones. Me insultó, me humilló, me pegó, vengó en mí todas sus amarguras y frustraciones. No digo que fue un cabrón con todos los demás. Para mi sorpresa, hay gente que lo recuerda como un hombre caballeroso y encantador. Pero conmigo fue un cabrón de cuidado, un cabrón armado y un cabrón lisiado, y ya se sabe que los cojos son todos malos o a punto de ser malos.
Mi tío Bobby es uno de los tipos más avaros y malvados que conozco. Se parece al viejo millonario tacaño de Los Simpson, solo que en su versión amariconada. Disfruta humillando a sus empleados del servicio. Recuerdo cómo lloraba Mario, mi amigo, el jardinero, contándome que había ido desde su casa en los arrabales hasta la casona cochambrosa de Bobby y que el calvo mala leche de Bobby se había negado a pagarle lo que le debía (una cantidad ínfima, desde luego). Es un cabrón cosmopolita y profesional, un cabrón de lengua afilada y venenosa, un chismoso vocacional.
Mi tía Lucy, enana, mala como casi todas las enanas, es una mujercilla intrigante, chismosa, envidiosa, siempre sembrando cizaña y deseándoles desgracias a los demás. Cuando mi hermana mayor enfermó de cáncer, el esposo de Lucy, un panzón con nombre heroico, tuvo el gesto de llamar a mi madre para decirle, tan atinado él, que no se hiciera ilusiones, que mi hermana era ya un caso perdido, que moriría pronto. Lindo gesto el de mi tío. Amorosa su llamada. Mi hermana sigue viva. Y ese par de cizañeros envidiosos también, que yo sepa.
Mi tío Carlos es ginecólogo y se ha pasado media vida metiendo sus manos en vulvas y matrices vaginales (membrana femenina que juraría que Bobby no ha tocado nunca) y es un buen tipo, aunque su verdadera vocación es la del alcohólico consumado y amante de las conspiraciones y golpes militares. Trataba a mi padre con gran cariño y eso lo adecenta en mi recuerdo. Se ha peleado con el avaro de Bobby por unas acciones de la minera y eso lo enaltece. No me saludó en el funeral de mi padre y eso lo menoscaba en mi memoria. Fue ministro de Fujimori y eso le da una dimensión cómica, esperpéntica.
Yo tuve un tío que no era un cabrón. Era encantador, divertido, guapísimo, un playboy mítico, idéntico a Julio Iglesias. Se llamaba John Bayly. La última vez que lo vi estaba en un restaurante de San Isidro con su novia y me llamó a la mesa y me invitó a sangría y pizzas. Era un gran tipo John Bayly: seductor profesional, risueño, alegre, jodedor, amante de la buena vida, siempre riendo, bebiendo y alegrándole la vida a la gente mustia y pusilánime. Era un ganador en toda la línea. Nunca olvidaré la noche que me dejó conducir su auto rojo deportivo último modelo (un Alfa Romeo). Murió joven, de cáncer.
Mi hermano Miguel es un cabrón de mala entraña, un subnormal, un oligofrénico, un macho vacuno castrado. De niño le dieron tantas pastillas y palizas que ahora es un asno que rebuzna. Ha robado todo lo que ha podido hurtar, tiene una larga carrera en el mundo del hampa (una vez me llamó una chica en Miami diciéndome llorosa que Miguel le había robado su colchón). Ahora dice que es empresario. Dice que alquila autos. Dice que se ha reformado. Además le dice a mi madre (y ya se sabe que mi madre se cree todo lo que le dicen) que es creyente en el Opus Dei y luego lo encuentran en discotecas patibularias con señoritas que se ganan la vida posando en calendarios eróticos que cuelgan los mecánicos en sus talleres para hacerse una paja fugaz, aceitosa, mientras están echados debajo del auto averiado.
Álvaro Vargas Losa, con su cara de intelectual sabihondo y estreñido que se ha nombrado presidente moral del mundo y dalái lama del liberalismo global (y corresponsal de La Tercera, cuyo director me dijo una vez en Washington, en tono engolado y sentencioso: “¡Piñera no será nunca presidente de Chile!”), es el cabrón de peor entraña que conozco. Mal bicho, culebra escamosa, intrigante, traidor, creo que no le cae bien a ninguno de los amigos que fuimos sus amigos y lo recordamos como si fuera la sífilis o la gonorrea.
Mario Vargas Llosa es también un cabrón de mala entraña (o lo ha sido conmigo hasta un punto en que colmó mi paciencia), pero se le disculpa porque tuvo un padre que fue un abusador y porque ha hecho una carrera amorosa en el incesto, primero con la tía, después con la prima hermana, lo que me parece que humaniza sus rasgos de cabrón de mala entraña y demuestra que al menos ama a su familia, o a la parte de su familia que puede seducir. Solo por eso (y por algunos de sus libros) le tengo simpatía.
Naturalmente, yo también soy un cabrón de mala entraña y cultivo el rencor como una forma de arte incomprendido y cuando sea presidente me ocuparé de vengarme de todos estos cabrones. Mi padre ya está muerto, pero los demás (a saber: el tío Bobby amariconado y avaro y cruel y mamón de Alan; el tío Carlos macerado en vino; la tía Lucy y su esposo, enanos imperceptibles al ojo humano; el Gandhi de nuestro tiempo, Álvaro Vargas Llosa, predicador de la virtud y la sabiduría y tan leal como una hiena hambrienta; el premio Nobel del Incesto, Mario Vargas Llosa, preclaro pensador liberal y matón aficionado que le zampó un puñete a García Márquez en un teatro mexicano, haciendo un hiato creativo en su flemática tolerancia liberal: si él se había cepillado a su tía y a su prima hermana, ¿no podía comprender que Gabo deseara a la mujer del prójimo) se las verán conmigo cuando sea presidente: a Bobby lo obligaré a tocar una vagina; al tío Carlos le daré de beber solo agua; a la enana y su esposo los encerraré en su mesita de noche; al Gandhi de nuestro tiempo lo nombraré embajador en Puerto Príncipe y a su padre lo someteré a un combate a 12 asaltos con la boxeadora peruana Kina Malpartida, alias ‘la Vengadora de Gabo’.

"Tu corazón es libre, ten valor para hacerle caso" -William Wallace-













*Para los que quieran escribirme, pueden hacerlo en:
delacruzmarin@gmail.com

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