David Alonso De la Cruz

domingo, 5 de diciembre de 2010

Sweets dream (are made of this. "Long version 3.4 mixed")























Señora, por favor múdese


El 22 de marzo de 1993, un día de vientos helados en la ciudad, la señora Sandra Masías y yo nos casamos ante el juez José M. López, en la Corte Superior del Distrito de Columbia, en Washington.

Mentiría si dijera que fue un día feliz para mí. Me hallaba aturdido por el pavor. No fue el virus del amor el que me precipitó a casarme con la señora Masías. Fue la necesidad de cambiar mi condición de turista por la de residente temporal, dado que la señora Masías se hallaba embarazada de nuestra bebé, que habría de nacer en agosto de 1993. Fue, pues, una boda a la que ambos acudimos con caras de estupor, como si fuésemos al paredón de fusilamiento o a la cámara de gas.

El 29 de octubre de 1997, la señora Sandra Masías y yo nos divorciamos en el Décimo Primer Circuito Judicial de la Corte del Condado de Dade, divorcio firmado por el juez Andy Karl. El juez ordenó que la custodia de nuestras hijas Camila, nacida en Washington en agosto de 1993, y Paola, nacida en Miami en junio de 1995, se otorgase a la madre. Asimismo, ordenó que yo debía pagar 7,500 dólares mensuales a la madre para los gastos de nuestras dos hijas.

Curiosamente, antes de que el juez Karl firmara el divorcio entre la señora Masías y yo, ambos tuvimos que acudir a unos cursos de padres en proceso de divorciarse, clases a las que asistimos cuatro sábados consecutivos, a la impiadosa hora de las ocho de la mañana, en el campus de Kendall del Miami-Dade Community College, lo que, una vez graduados, nos concedió el dudoso mérito de obtener, cada uno, su respectiva diploma de “Padre Divorciado con Hijos”, diplomas expedidas el 20 de Septiembre de 1997.

Desde entonces y hasta la fecha, no sólo he cumplido las obligaciones legales que me ordenó el juez hace ya más de trece años, sino que, con perdón por la jactancia, me he ocupado de mantener económicamente a mis dos hijas y a la señora Masías muy por encima de lo que mandaba la ley. Creo, y no exagero, que he sido un padre en extremo generoso, y que he tratado a la señora Masías como si fuera mi hija, pues, desde que nos divorciamos, ella, para todo efecto práctico, se ha permitido la sosegada comodidad de vivir de mi dinero.

Este último año, la señora Masías me dijo que, además de todos los gastos extraordinarios que yo le pagaba y las propinas de mil dólares mensuales que les daba a mis hijas y los viajes en enero y julio a Europa que le pagaba a la señora Masías y a mis hijas y los autos de lujo que le compraba a la señora, el estipendio mensual de 8,000 dólares que le otorgaba le resultaba insuficiente, puesto que ella debía pagar tres empleadas domésticas, dos choferes, un profesor de matemáticas y otros gastos. No me sorprendió en modo alguno que la señora me pidiera más dinero. Llevo años pagando las cuentas de la señora y sé que la austeridad no se cuenta entre sus virtudes. De modo que le pregunté a la señora cuánto dinero necesitaba mensualmente para sentirse, digamos, más desahogada. No pareció someter a duda o reflexión su respuesta: 12,000 dólares al mes, espetó. Bien, bien, le dije, será lo que tú digas. De modo que fuimos al banco y le pagué anticipadamente el dinero hasta diciembre de este año.

Como era previsible, la señora Masías me ha escrito algunos correos traspasados por la ansiedad en los que me hace saber que los 12,000 dólares le quedan cortos y que no dispone de recursos para mudarse, puesto que la he invitado cordialmente a retirarse de mi casa.

¿Por qué he invitado a la señora Masías a retirarme de mi casa?

Porque la señora Masías ha hecho méritos consistentes para ganarse dicha invitación (una invitación que fue expresada hace ya semanas, en privado y en público, y que de momento, a expensas de su dignidad, la señora ha ignorado) y porque nuestra hija Camila, instigada por la señora Masías, ha hecho también penosos méritos para acompañar a su madre en esa mudanza, una mudanza que espero que ocurra pronto y del modo más pacífico y armonioso, dado que yo me he ofrecido a pagar todos los costos que tal mudanza pudiera ocasionar.

Dichos méritos son bochornosos y los mencionaré sólo para tratar de que la señora Masías comprenda que está viviendo en mi casa sin mi consentimiento y contra mi expresa voluntad y que por lo tanto debe retirarse pronto, preservando su dignidad de dama.

La señora Masías y mi hija Camila deben irse de mi casa por las siguientes razones que me avergüenza enumerar: la señora Masías ha llamado “prostituta” y “perra chusca” a Silvia Nuñez del Arco, mi amiga y la madre de mi bebé; la señorita Camila viajó hace pocos meses al lago Titicaca, acompañada de sus mejores amigos, viaje que fue pagado por mí, y no tuvo mejor idea que la de quemar un adorno que Silvia me había obsequiado, fotografiar el momento de la bárbara incineración y luego colgar esa foto vandálica en su página de Facebook, con una leyenda destinada a Silvia que decía “Quémate, Mierda”; por si ello fuera poco, la señorita Camila, al parecer pirómana con la complicidad de sus amigos (cuyos gastos yo me ocupé de pagar, mientras los cuatro perpetraban semejante estupidez a orillas del lago), acudió un sábado al filo de las once de la noche al departamento donde vive Silvia y, en compañía de sus amigos, arrojó unos veinte huevos a las ventanas del departamento de Silvia (quien, aterrada, no sabía si esos huevos era piedras, proyectiles o qué), y, no contentos con tamaña vileza, la de agredir en pandilla a una mujer embarazada, pintaron en las paredes del edificio, en letras bastante llamativas, “Silvia Puta”, es decir el mismo insulto que Camila escuchó que su madre, la señora Masías, gritaba como una perturbada, aludiendo a mi amiga Silvia.

Camila es una mujer inteligente, pero tal vez no lo es tanto como ella cree. Pues ella pensó que nadie, sin su autorización, podría ver en su página de Facebook la foto donde se la ve quemando a orillas del Titicaca el adorno que Silvia me regaló y el penoso insulto que ella escribió contra Silvia, “Quémate, Mierda”, y probablemente pensó que ella y su pandilla de vándalos descerebrados no quedarían registrados claramente en la cámara de seguridad del edificio de Silvia. ¿Cómo me enteré de que Camila y sus amigos se habían rebajado a la estupidez de quemar el adorno que me regaló Silvia en un viaje que yo les pagué a Puno y Cusco? Porque Silvia, casualmente, al tener dos contactos en común con Camila (Silvia tiene 22 años y Camila 17), pudo entrar a la página de Facebook de Camila y encontró esa foto espeluznante y aquel insulto. No me dijo nada entonces por delicadeza. Pero la noche en que le arrojaron los huevos, Silvia me contó traumatizada (pudo haber perdido al bebé) que hacía meses tenía una prueba de la página de Facebook de Camila, en la que era claro que Camila la odiaba y, peor aún, se jactaba de odiarla.

Durante dieciocho años, he sido un padre generoso, juguetón y en extremo permisivo con mis hijas. Siempre he procurado decirles cosas alentadoras y elogiosas y las he complacido en todo, porque sé lo que es tener un padre que te insulta, te humilla y te hace sentir un estorbo. Por eso nunca pensé que mi hija mayor, por muy adolescente y rebelde que sea, haría esas maldades gratuitas contra una amiga mía, que por lo demás nada ha hecho contra ella. Pero la señora Masías, al gritar una y otra vez en mi propia casa que Silvia es una prostituta, una inútil y una perra chusca (lo que no deja de ser irónico, pues desconozco los méritos profesionales de la señora Masías, que básicamente se ha pasado las dos últimas décadas viviendo a mis expensas), ha sembrado el odio en mis hijas contra Silvia y en cierto modo le ha dado a Camila la legitimidad moral para que luego ella cometa esos actos de vandalismo contra Silvia.

Pues bien: la señora Masías y la señorita Camila están notificadas por periódico de que deben retirarse de mi casa, puesto que no permito que en mi casa viva gente que agrede de modos tan innobles a una mujer embarazada, y además embarazada de mí. Ruego que ambas comprendan que esta no es una amenaza sino una invitación cordial y afectuosa, y que yo pagaré todos los gastos de la mudanza. Pero la señora Masías debe hacer sus maletas ya mismo, si alguna dignidad le queda.

Entretanto, les hago llegar a Camila y Paola todo el amor que siempre he sentido por ellas y que estos pequeños eventos no rebajarán en modo alguno.


*Para los que quieran escribirme, pueden hacerlo en:
delacruzmarin@gmail.com

1 comentario:

Alberto Vizcarra dijo...

De manera complementaria se puede (a modo de consulta y no de comparacion con este articulo) consultar la novela "El Huracan lleva tu nombre" de Jaime B.