David Alonso De la Cruz

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miércoles, 26 de enero de 2011

Y la "novela méxicana" continua....

Este culebrón ya me tiene podrido.... (Todo bien planeado)
Ex pareja de Silvia Núñez: "Yo no hubiera dejado que Corbacho la insulte"
El DJ Antonio Haaker aseguró que a diferencia de Jaime Bayly, él sí hubiera enfrentado al argentino
.





Ahora seguro que su ex-novio quiere también publicar una novela.... contando sus peripecias amatorias con Silvia Nuñez del Arco mmmmm.....!!!!

Antonio Haaker, ex enamorado de Silvia Núñez del Arco, actual pareja del periodista Jaime Bayly, está al tanto de las noticias acerca de esta. Por eso, a la primera oportunidad que tuvo no se quedó callado y opinó sobre los ataques que Núñez ha recibido de parte del ex amigo íntimo de Bayly, Luis Corbacho.
“Si es que le hacen eso a mi enamorada, el pata no estaría acá, estaría bien enterrado. Ni a mi familia, ni a mis mejores amigos o amigas se les falta el respeto. No hay forma”, dijo al noticiero “A primera hora”.
Haaker también habló sobre la sexualidad de la actual pareja de Jaime Bayly, después de que Corbacho la pusiera en duda. “Yo mismo la llevaba varias veces a la casa de su profesora de alemán. Yo sé que ella salía del colegio y se iba con la profesora. No voy a decir el nombre porque no quiero perjudicar a nadie. Era su tutora y mejor amiga. Supuestamente le estaba ayudando en un tema familiar, cómo ella se podía comunicar con los papás”.
En relación con su desenvolvimiento como escritora, Antonio Haaker consideró que Silvia Núñez “tiene que corregir la pluma y le falta mucho todavía”.
Finalmente, le deseó lo mejor para su embarazo y espera que su ex pareja y Bayly vivan juntos por el bien del hijo que está en camino. “Cuando hay un hijo de por medio, tendría que haber sentido de papá y mamá. No apoyo que ella viva sola y esté por un lado, creo que deberían vivir juntos”, indicó.



*Para los que quieran escribirme, pueden hacerlo en:
delacruzmarin@gmail.com

domingo, 5 de diciembre de 2010

Sweets dream (are made of this. "Long version 3.4 mixed")























Señora, por favor múdese


El 22 de marzo de 1993, un día de vientos helados en la ciudad, la señora Sandra Masías y yo nos casamos ante el juez José M. López, en la Corte Superior del Distrito de Columbia, en Washington.

Mentiría si dijera que fue un día feliz para mí. Me hallaba aturdido por el pavor. No fue el virus del amor el que me precipitó a casarme con la señora Masías. Fue la necesidad de cambiar mi condición de turista por la de residente temporal, dado que la señora Masías se hallaba embarazada de nuestra bebé, que habría de nacer en agosto de 1993. Fue, pues, una boda a la que ambos acudimos con caras de estupor, como si fuésemos al paredón de fusilamiento o a la cámara de gas.

El 29 de octubre de 1997, la señora Sandra Masías y yo nos divorciamos en el Décimo Primer Circuito Judicial de la Corte del Condado de Dade, divorcio firmado por el juez Andy Karl. El juez ordenó que la custodia de nuestras hijas Camila, nacida en Washington en agosto de 1993, y Paola, nacida en Miami en junio de 1995, se otorgase a la madre. Asimismo, ordenó que yo debía pagar 7,500 dólares mensuales a la madre para los gastos de nuestras dos hijas.

Curiosamente, antes de que el juez Karl firmara el divorcio entre la señora Masías y yo, ambos tuvimos que acudir a unos cursos de padres en proceso de divorciarse, clases a las que asistimos cuatro sábados consecutivos, a la impiadosa hora de las ocho de la mañana, en el campus de Kendall del Miami-Dade Community College, lo que, una vez graduados, nos concedió el dudoso mérito de obtener, cada uno, su respectiva diploma de “Padre Divorciado con Hijos”, diplomas expedidas el 20 de Septiembre de 1997.

Desde entonces y hasta la fecha, no sólo he cumplido las obligaciones legales que me ordenó el juez hace ya más de trece años, sino que, con perdón por la jactancia, me he ocupado de mantener económicamente a mis dos hijas y a la señora Masías muy por encima de lo que mandaba la ley. Creo, y no exagero, que he sido un padre en extremo generoso, y que he tratado a la señora Masías como si fuera mi hija, pues, desde que nos divorciamos, ella, para todo efecto práctico, se ha permitido la sosegada comodidad de vivir de mi dinero.

Este último año, la señora Masías me dijo que, además de todos los gastos extraordinarios que yo le pagaba y las propinas de mil dólares mensuales que les daba a mis hijas y los viajes en enero y julio a Europa que le pagaba a la señora Masías y a mis hijas y los autos de lujo que le compraba a la señora, el estipendio mensual de 8,000 dólares que le otorgaba le resultaba insuficiente, puesto que ella debía pagar tres empleadas domésticas, dos choferes, un profesor de matemáticas y otros gastos. No me sorprendió en modo alguno que la señora me pidiera más dinero. Llevo años pagando las cuentas de la señora y sé que la austeridad no se cuenta entre sus virtudes. De modo que le pregunté a la señora cuánto dinero necesitaba mensualmente para sentirse, digamos, más desahogada. No pareció someter a duda o reflexión su respuesta: 12,000 dólares al mes, espetó. Bien, bien, le dije, será lo que tú digas. De modo que fuimos al banco y le pagué anticipadamente el dinero hasta diciembre de este año.

Como era previsible, la señora Masías me ha escrito algunos correos traspasados por la ansiedad en los que me hace saber que los 12,000 dólares le quedan cortos y que no dispone de recursos para mudarse, puesto que la he invitado cordialmente a retirarse de mi casa.

¿Por qué he invitado a la señora Masías a retirarme de mi casa?

Porque la señora Masías ha hecho méritos consistentes para ganarse dicha invitación (una invitación que fue expresada hace ya semanas, en privado y en público, y que de momento, a expensas de su dignidad, la señora ha ignorado) y porque nuestra hija Camila, instigada por la señora Masías, ha hecho también penosos méritos para acompañar a su madre en esa mudanza, una mudanza que espero que ocurra pronto y del modo más pacífico y armonioso, dado que yo me he ofrecido a pagar todos los costos que tal mudanza pudiera ocasionar.

Dichos méritos son bochornosos y los mencionaré sólo para tratar de que la señora Masías comprenda que está viviendo en mi casa sin mi consentimiento y contra mi expresa voluntad y que por lo tanto debe retirarse pronto, preservando su dignidad de dama.

La señora Masías y mi hija Camila deben irse de mi casa por las siguientes razones que me avergüenza enumerar: la señora Masías ha llamado “prostituta” y “perra chusca” a Silvia Nuñez del Arco, mi amiga y la madre de mi bebé; la señorita Camila viajó hace pocos meses al lago Titicaca, acompañada de sus mejores amigos, viaje que fue pagado por mí, y no tuvo mejor idea que la de quemar un adorno que Silvia me había obsequiado, fotografiar el momento de la bárbara incineración y luego colgar esa foto vandálica en su página de Facebook, con una leyenda destinada a Silvia que decía “Quémate, Mierda”; por si ello fuera poco, la señorita Camila, al parecer pirómana con la complicidad de sus amigos (cuyos gastos yo me ocupé de pagar, mientras los cuatro perpetraban semejante estupidez a orillas del lago), acudió un sábado al filo de las once de la noche al departamento donde vive Silvia y, en compañía de sus amigos, arrojó unos veinte huevos a las ventanas del departamento de Silvia (quien, aterrada, no sabía si esos huevos era piedras, proyectiles o qué), y, no contentos con tamaña vileza, la de agredir en pandilla a una mujer embarazada, pintaron en las paredes del edificio, en letras bastante llamativas, “Silvia Puta”, es decir el mismo insulto que Camila escuchó que su madre, la señora Masías, gritaba como una perturbada, aludiendo a mi amiga Silvia.

Camila es una mujer inteligente, pero tal vez no lo es tanto como ella cree. Pues ella pensó que nadie, sin su autorización, podría ver en su página de Facebook la foto donde se la ve quemando a orillas del Titicaca el adorno que Silvia me regaló y el penoso insulto que ella escribió contra Silvia, “Quémate, Mierda”, y probablemente pensó que ella y su pandilla de vándalos descerebrados no quedarían registrados claramente en la cámara de seguridad del edificio de Silvia. ¿Cómo me enteré de que Camila y sus amigos se habían rebajado a la estupidez de quemar el adorno que me regaló Silvia en un viaje que yo les pagué a Puno y Cusco? Porque Silvia, casualmente, al tener dos contactos en común con Camila (Silvia tiene 22 años y Camila 17), pudo entrar a la página de Facebook de Camila y encontró esa foto espeluznante y aquel insulto. No me dijo nada entonces por delicadeza. Pero la noche en que le arrojaron los huevos, Silvia me contó traumatizada (pudo haber perdido al bebé) que hacía meses tenía una prueba de la página de Facebook de Camila, en la que era claro que Camila la odiaba y, peor aún, se jactaba de odiarla.

Durante dieciocho años, he sido un padre generoso, juguetón y en extremo permisivo con mis hijas. Siempre he procurado decirles cosas alentadoras y elogiosas y las he complacido en todo, porque sé lo que es tener un padre que te insulta, te humilla y te hace sentir un estorbo. Por eso nunca pensé que mi hija mayor, por muy adolescente y rebelde que sea, haría esas maldades gratuitas contra una amiga mía, que por lo demás nada ha hecho contra ella. Pero la señora Masías, al gritar una y otra vez en mi propia casa que Silvia es una prostituta, una inútil y una perra chusca (lo que no deja de ser irónico, pues desconozco los méritos profesionales de la señora Masías, que básicamente se ha pasado las dos últimas décadas viviendo a mis expensas), ha sembrado el odio en mis hijas contra Silvia y en cierto modo le ha dado a Camila la legitimidad moral para que luego ella cometa esos actos de vandalismo contra Silvia.

Pues bien: la señora Masías y la señorita Camila están notificadas por periódico de que deben retirarse de mi casa, puesto que no permito que en mi casa viva gente que agrede de modos tan innobles a una mujer embarazada, y además embarazada de mí. Ruego que ambas comprendan que esta no es una amenaza sino una invitación cordial y afectuosa, y que yo pagaré todos los gastos de la mudanza. Pero la señora Masías debe hacer sus maletas ya mismo, si alguna dignidad le queda.

Entretanto, les hago llegar a Camila y Paola todo el amor que siempre he sentido por ellas y que estos pequeños eventos no rebajarán en modo alguno.


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viernes, 3 de diciembre de 2010

Simplemente cándida la niña terrible

SILVIA
“Dicen que mis hijas han suprimido mi apellido en sus páginas de Facebook. Eso lo hicieron hace dos o tres años, cuando crearon sus cuentas. Decidieron llamarse en Facebook Camila B. Masías y Paola B. Masías por seguridad y para no llamar la atención. De manera que es falso y malicioso decir que han eliminado hoy mi apellido, ellas usan esas cuentas hace años. Abrazos, Jaime”

Sin embargo en la ultimas horas Camila Bayly decidió cambiar totalmente su nombre en Facebook a "Amelie Bonner". Suponemos que por las infinidades de solicitudes de amistad que le deben de haber llegado.












Cuando tenía nueve años, se ponía un par de medias muy abultadas en los pechos y un sostén ajustado y salía a caminar para que le mirasen las tetas de mentira. Cuando tenía doce años, las señoras de su edificio no permitían que fuese amiga de sus hijas porque le tenían miedo. Cuando cumplió trece, les exigió a sus padres que le comprasen una perra que terminó siendo llamada Benita, presumiblemente lesbiana, una fox terrier, madre de cinco hijos que le fueron arrebatados para ser regalados o vendidos aun siendo cachorritos (trauma no menor al que tuvo que soportar cuando fue literalmente violada por un perro lujurioso de su raza, que la subyugó, montó y dejó preñada mientras ella emitía unos gemidos quejumbrosos), perra que suele orinar y defecar en medio de la mera pista por la que pasan los autos y los buses, sin que ello parezca darle miedo a la extraña y señorial Benita. Cuando tenía quince años, se subió a una combi y se dio cuenta que no tenía plata para pagar el pasaje y el chico que iba a su lado le dio la plata y la salvó del bochorno. Se enamoró a los catorce años de un chico muy guapo del club Regatas de Lima, Tonny, que corría olas y montaba moto y se rompía los huesos una vez al mes (fue feliz con ese chico los primeros dos años, luego fue una creciente agonía soportarlo los últimos dos, cuando ella descubrió que él le mentía, que se iba de putas, que la amenazaba con suicidarse y entonces ella le decía “todo bien si saltas del balcón, pero que no sea en mi edificio, por favor, mejor si te vas al tuyo y saltas allá y no me dejas la puerta de mi edificio toda manchada de sangre”; desde luego el chico nunca saltó de ningún balcón, y casi mejor así). Cuando tenía quince años, sentía que su papá la odiaba y su mamá también porque ambos querían que se fuera a estudiar el bachillerato en Alemania (estudiaba en un colegio alemán de Lima, el Humboldt, y hablaba la enrevesada lengua alemana con fluidez) y ella sentía que ese viaje, concebido y planeado meticulosamente por sus padres, era un grave error que no quería cometer y que si lo cometía solo para complacerlos no podría recuperarse nunca del traspié, de ese paso en falso. Sus padres se decepcionaron grandemente cuando no fue a estudiar a Alemania y tal vez aquella fue la primera de las varias decepciones que fueron permitiendo que ellos, dos profesionales de éxito, personas buenas y tranquilas, conocieran mejor a su hija, quien, para rebelarse de la pretensión de sus padres de mandarla a estudiar a Alemania, asistía a sus clases del colegio en Lima sin cuadernos y no tomaba apuntes de nada y miraba a todos como si fuera de otro planeta (y en cierto modo yo tengo muy claro que lo es y es precisamente por eso que me gusta tanto). Porque sin duda sus padres también se decepcionaron cuando les dijo que no quería estudiar en la Universidad de Lima pues, en realidad, y basta de hipocresías, no quería estudiar nada (entonces estudiaba sicología y se quedaba dormida en las clases) porque quería escribir una novela (en realidad quería pasarse el resto de su vida escribiendo una novela y otra novela y otra más, y ya está en ello, gracias a su coraje y su talento, y su nueva novela, “Hay una chica en mi sopa”, saldrá en enero con Planeta). Yo la conocí entonces por uno de esos caprichos del azar y tuve la certeza de que esa mujer, Silvia, era, para bien o para mal, una escritora de raza, una escritora maldita, una escritora condenada a serlo y que a pesar de que era muy joven (tenía apenas diecinueve años y parecía aún menor) ya lo presentía con aterradora lucidez y no podría escapar de esa servidumbre a menudo cruel, la de sentir el destino turbulento del escritor. Diría entonces que las decepciones que sus padres se han llevado de Silvia les han permitido paradójicamente entenderla mejor y quererla más. Porque otra decepción para ellos, que son mis amigos aunque no los conozco todavía, fue sin duda que empezara a ser mi amiga o que se arriesgara a ser mi amiga, riesgo que terminó previsiblemente (dada su belleza y mi natural pasión por ella) con que Silvia quedase embarazada de mí (“tú, la que decías que no serías mamá nunca”, le dijo sarcásticamente su padre, al enterarse del embarazo de Silvia, los primeros días de agosto pasado, exactamente el martes 3 de agosto) y que permitió que floreciera en su madre, llamada Silvia como ella, un poderoso instinto maternal con el bebé de su hija, un bebé que la madre de Silvia siente casi como si fuera suyo (lo que es sin duda una buena señal, una señal de que el bebé será muy querido y muy mimado y muy bienvenido en este mundo en el que nos peleamos por tonterías y nos olvidamos de darnos un poco de cariño). Silvia estornuda a menudo (aunque sus estornudos son apenas perceptibles al oído humano). Come poco, realmente poco, casi como un canario o un pajarito. Nunca la he escuchado expulsar un gas, deshacerse sigilosamente de una flatulencia. Se sabe las letras de muchas canciones en inglés, sobre todo las de Avril y Pink (que, como ella, está embarazada). Tiene probado buen gusto para la música (si no le gustaba Calamaro la cosa no habría podido fluir con ella). Cuando se pone zapatos de taco, se los pega con cinta adhesiva para que no se le salgan, pero en realidad casi nunca se pone zapatos de taco. Está embarazada y no se queja nunca y ama a su bebé de un modo sorprendente (no la veo para nada asustada, lo que me sorprende y entusiasma, pues es muy joven y sin embargo no tiene miedo) y cuando le pregunto si quiere tener al bebé en Lima, en Miami o en otra ciudad, me dice que no lo sabe, que le da igual, que mejor lo decida yo, lo que me hace pensar que sin duda lo tendremos en Miami, pues yo quiero pasar un año entero en Miami sin subirme a un avión, y ese año ha comenzado oficialmente el 15 de noviembre pasado, cuando comenzó mi nuevo programa en Mega, y que hay algo raro y hechicero en esa curiosa mujer, Silvia, que tiene tanto de niña como de loca. Por eso es que mucho me temo que no podré alejarme nunca de ella, porque siempre me sorprende con su memoria elefantiásica para contarme en detalle la vida que hemos vivido o la que ella vivió cuando yo no la conocía o la que vive ahora cuando no estoy con ella escuchándola o escuchando sus canciones o mirándola comer uvas o bailando a solas sin que advierta que la estoy espiando con una sonrisa. Nada de esto estaba en mis planes y es felicidad en estado puro y agradezco a Silvia y a los dioses y sus ángeles y vírgenes que me han bendecido con esta sutil criatura nefelibata y con su bienamado bebé que, si los dioses nos son propicios, nacerá en abril en algún hospital de Miami, donde hace más de quince años nació mi bella hija Paola, la radiante y genial Lola, mi chica linda, y entonces Paola, tiempo al tiempo, tal vez algún día querrá conocer a Zoe o a James, que con suerte nacerá en la misma ciudad que ella, y espero que Camila también, pues Camila es ya una mujer brillante, ingeniosa y divertida, y con solo diecisiete años (nació en agosto de 1993 en el hospital de la universidad de Georgetown, en Washington) a veces siento que sabe de la vida y sus misterios mucho más que yo. ¿Podría tener más suerte? Imposible. Doy gracias a los dioses y a los querubines y a la memoria de mi padre por cuidarme y protegerme y por haber traído a mi vida a Camila y a Paola, dos niñas adorables que están siempre en mi corazón, aunque ahora ya no pueda verlas todos los días, y por haberme sorprendido con la suave y oportuna irrupción de Silvia en mi vida, que ha sido una luz de paz y armonía y que lleva en su vientre a un bebé de más de diez centímetros que ya patea y que se niega a mostrar la entrepierna cuando el ginecólogo quiere saber si es hombre o mujer: quién hubiera dicho que mi bebé habría resultado siendo tan pudoroso.


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martes, 7 de septiembre de 2010

Jaime Bayly: Su último gran logro, tener un hijo de su chica.

Los amantes del puente colgante
Como pensé que mi chica había abortado al bebé que una noche mágica y risueña de junio nos propusimos crear los dos tras varios intentos fallidos, como pensé (después de que peleamos por un torpe malentendido y me escribió que había decidido abortar y luego no supe más de ella) que en efecto mi chica había sucumbido a la tentación de deshacerse del bebé y de paso de mí también, como pensé que mi chica ya no era más mi chica y mi bebé ya no era más mi bebé ni su bebé ni bebé en modo alguno, me hundí en una profunda tristeza y me refugié en las pastillas para dormir (sólo quería dormir y no despertar más) y por supuesto me olvidé de seguir tomando mi pastilla de Cialis cada dos días para combatir la disfunción eréctil: si ya no tenía chica, ya no tendría vida sexual, y si ya no tendría vida sexual, ya no tenía necesidad de tomar pastillas para asegurarme una erección decorosa.

Pasaron los días y mi chica de-sapareció de mi vida y yo desaparecí de la suya, tras un breve y fulminante intercambio de correos asesinos.

No sé cómo encontré fuerzas para seguir arrastrándome cada noche a la televisión y para luego seguir golpeando el teclado de la computadora, enredado en el laberinto de una novela azuzada por la rabia y el rencor, una novela que de momento se titula “El misterio de Alma Rossi” y está ambientada en Chile.

No lloré, no soy de llanto fácil, soy de replegarme y ensimismarme y callarme secamente cuando me toca perder.

Ella lloró y vomitó y, como le temblaban tanto las manos cuando fue a abortar, simplemente no pudo abortar, sintió que no podía resolver nuestros pleitos absurdos ensañándose con la parte más inocente de todas, el bebé, el bebé que ella y yo habíamos buscado con ilusión desde que nos conocimos hace tres años, el bebé que yo había soñado que tendría con ella, mi chica mala. Le temblaban las manos y las piernas y el cuerpo entero y entonces fue evidente para el médico y para ella que no podía practicarse el aborto, que no debía practicarse el aborto. Tal vez fue que el bebé presintió el peligro que lo acechaba y agarró a patadas a su madre y la hizo temblar mal, mal. En medio de la tembladera, ella (que ya no era mi chica, pero que seguía llevando al bebé en su vientre) tomó dos decisiones sabias, juiciosas: no abortar y llamar a su madre a pedirle ayuda.

Su madre se enteró de ese modo que ella estaba embarazada (y peor aún: embarazada de mí) y que había querido pero no había podido abortar. Su madre fue comprensiva y amorosa y no dijo una sola palabra severa y la cubrió de besos y abrazos y la felicitó porque una vida nueva estaba en camino y se alegró de veras porque sería abuela por primera vez y le dijo que no se preocupase, que ella cuidaría al bebé como si fuera suyo. Su madre le demostró en ese momento desesperado que era ante todo su amiga y que era ante todo una mujer buena y generosa y valiente y con un formidable instinto maternal.

Yo no sabía nada de esto, sólo me arrastraba por la vida pensando que mi chica y mi bebé me habían dejado por una discusión tonta, una jodida discusión sobre algo tan menor que no podía entender que hubiésemos peleado por eso y que la víctima de aquella pelea ridícula, pueril, hubiese terminado siendo el bebé con el que tanto habíamos soñado. Pero ya era tarde o eso pensaba de madrugada viendo una y otra vez la mejor película que he visto nunca, una película que me deslumbró por primera vez en París durante mi luna de miel en 1992: Los amantes de Pont-Neuf.

Como en la película, que parece encaminada a un desenlace trágico, que está signada por el dolor y la fatalidad, pero en la que al final, emergiendo de las aguas del Sena, los amantes se encuentran por fin y alcanzan a subir a un viejo bote que los llevará al mar, a una vaga promesa de felicidad que tal vez los redima de tantas desgracias compartidas, esta pequeña historia tuvo un final feliz cuando menos me lo esperaba y cuando ya sentía que me ahogaba en las aguas de un río tan turbio como el Sena de noche.

Porque de pronto ella me escribió y me dijo que había decidido de una vez y para siempre que tendría al bebé, que de ninguna manera abortaría, y que no esperaba nada de mí, pues tendría al bebé con mi apoyo o sin mi apoyo o incluso contra mi expresa voluntad si tal fuera el caso, que por supuesto tal no era el caso.

Yo fui corriendo (en realidad manejando, pero manejando a toda prisa) a decirle que la amaba, a besarla, a abrazarla, a pedirle perdón, a besar su panza preciosa de dos meses, y fue como un milagro cuando ella me hizo ver en la computadora a ese frijolito que era mi bebé y me hizo escuchar sus latidos agitados, vivos, resueltos a seguir latiendo con fuerza como si esa habichuela estuviera golpeando un tambor.

Lo que pasó luego fue en extremo bochornoso para mí, pero no por eso me eximiré de contarlo: quisimos hacer el amor para celebrar el triunfo del bebé, de la vida, del amor, pero yo no pude, no fui capaz, por mucho que lo intenté no estuve a la altura de las circunstancias.

Yo la amaba de veras y quería amarla muy de veras pero no era capaz de amarla o de demostrárselo porque había dejado de tomar el Cialis y había vuelto a ser un miserable impotente.

–Esto no puede quedar así –le dije. –Espérame, voy a la farmacia, ya vuelvo.

Corrí a la farmacia (en realidad, manejé a toda velocidad) y compré un arsenal de Cialis y le pregunté a la amable señorita cuánto tardaría aproximadamente la pastilla en salvarme de la impotencia.

–Al segundo día es cuando hace efecto –me recordó ella.

Yo no podía esperar dos días. Yo necesitaba amar a mi chica esa misma noche desesperadamente.

–Deme un Viagra, por favor –le pedí.

–¿De cincuenta o de cien? –preguntó ella.

–De cien –respondí. –Y mejor si son dos.

Ella me vendió dos Viagras. Le pregunté cuánto tardarían en hacer efecto. Me dijo que una hora.

Tomé dos Viagras de cien y dos Cialis y pensé: o muero de un infarto o es el mejor polvo de mi vida. Luego pensé: si es el mejor polvo de mi vida y mi chica vuelve a ser mi chica y luego muero de un infarto, será la muerte más feliz que pudiera imaginar.

Como en Los amantes de Pont-Neuf, esta historia tiene un inesperado final feliz: mi chica volvió a ser mi chica, nuestro bebé siguió latiendo con fuerza y se negó a dejarnos, lo esperamos con todo el amor con el que fue concebido y sí, fue el mejor polvo de mi vida.
Columna del diario Perú21. Lun. 06 sep 2010 "Los amantes del puente colgante" Autor: Jaime Bayly.



Laberinto de pasiones
Hace tres semanas, me eché en la cama de Sandra a las seis de la mañana y le conté que Silvia estaba embarazada de mí.
Sandra ya lo sospechaba, ya me había preguntado por qué le llevaba gelatina y papa amarilla y pastillas contra las náuseas a Silvia, ya me había preguntado si Silvia podía estar embarazada y yo le había dicho que sí, que tal vez estaba embarazada pero que todavía no lo sabía con certeza.
En realidad yo ya sabía que Silvia estaba embarazada, ya la había acompañado al ginecólogo, pero cuando Sandra me interrogaba yo evitaba decirle la verdad porque Silvia me había pedido que no le dijese nada a nadie antes de que ella se lo dijese a sus padres.
Así que me hacía el tonto con Sandra y le decía que podía ser que Silvia estuviera embarazada pero que no era un hecho cierto y seguro y Sandra por supuesto hacía un drama del asunto y yo le decía hey, todo tranquilo, si está embarazada nada va a cambiar entre nosotros y las niñas, es una noticia bonita, no hay que convertirla en una tragedia.
Pero Sandra me había dicho cuando la entrevisté en televisión que quería tener no uno sino dos hijos más, y si bien no dijo que quería tenerlos conmigo, yo creí entender que su plan ideal era tenerlos conmigo (yo siempre creo entender que todos me aman y me desean porque eso es lo que me dijo mi madre cuando era niño y yo le creí).
Ahora yo le había dinamitado el plan ideal y le había confirmado que Silvia tendría un hijo conmigo.

Antes ya se lo había contado a mi hija Camila, que lo tomó con mucha calma, aunque mentiría si dijese que la noticia la hizo feliz, como tampoco pareció para nada contenta mi hija Paola cuando le dije que tal vez en abril tendría un hijo con Silvia pero que ella no estaba obligado a verlo, a conocerlo, a quererlo ni a nada y que el hecho de que tuviese un hijo con Silvia no cambiaba en absoluto mi amor incondicional por ella y su hermana Camila. Ellas lo entendieron bien, pero como era previsible les dolió o les dio pena que yo tuviese un hijo con Silvia y no con Sandra. Obviamente ellas hubiesen preferido que lo tuviese con Sandra, pero Sandra y yo estamos divorciados hace más de diez años y no dormimos juntos hace más de diez años y yo me enamoré de Silvia hace tres años y así nomás son las cosas.
Lo cierto es que a Sandra le dolió que yo le confirmase que tendría un hijo con Silvia. Lloró, le bajó la presión, casi se desmayó y yo lloré con ella y le pedí perdón y como la quiero tanto y me daba pena verla desolada y humillada le dije: No te preocupes, si todavía tienes la ilusión de tener un hijo, y quieres tenerlo conmigo, esperemos dos o tres años a que las niñas se vayan a la universidad en Estados Unidos y entonces te prometo que, si me lo pides, te daré un hijo y dos también, si eso te hace feliz.
Sentí que esa promesa sirvió de cierto consuelo para ella y por eso en la noche, en mi programa de televisión, ya sabiendo que Silvia estaba embarazada de mí, le dije a Sandra que me hacía una gran ilusión tener un hijo con ella. Lo dije pura y exclusivamente para mitigar el daño que le había provocado la noticia del embarazo de Silvia, lo dije para ser bueno y tierno y cómplice con ella y para demostrarle que mi amor por Silvia y su bebé no rebajaba mi amistad y mi complicidad con ella.
Supongo que a Sandra le gustó lo que dije, pero a Silvia no le gustó que dijera en televisión, estando ella embarazada de mí y sintiéndose fatal con las náuseas y los mareos, que me haría ilusión embarazar pronto a Sandra. Con toda razón, el anuncio le pareció un disparate cantinflesco. Intenté explicarle a Silvia que lo que había dicho en televisión era sólo un gesto de cariño y ternura hacia Sandra para consolarla por el dolor que sentía de que yo fuese a tener un hijo con otra mujer y no con ella. Por suerte Silvia es una loca genial y lo entendió todo rápido y me recordó (y tenía razón) que yo no tenía por qué pedirle perdón a Sandra por estar enamorado de ella y por haberla dejado embarazada, puesto que Sandra y yo habíamos dejado de ser una pareja hace muchos años y cada uno había hecho su vida sentimental por su cuenta y aunque en la prensa algunos periódicos seguían llamándonos esposos, Sandra y yo sabíamos bien que estábamos divorciados hacía más de diez años y que nuestra relación era una de amigos y compañeros, no una de amantes, y que nuestra alianza o nuestra sociedad se fundaba en el hecho de ser padres de dos hijas que no dejan de maravillarnos.
Yo cometí entonces el error de decirle a Sandra que trataría de mantener en reserva la noticia del embarazo de Silvia y no la comentaría en televisión. De hecho, Silvia todavía no les había contado nada a sus padres, aunque sí a sus hermanos, que por suerte fueron muy comprensivos con ella. Pero luego ocurrió lo previsible: una enfermera que nos vio entrar juntos al ginecólogo le contó el chisme a un programa de televisión y la presentadora tuvo la delicadeza de llamar a mi productora a verificar si el chisme tenía fundamento y entonces yo decidí que no iba a mentir sobre el embarazo de Silvia y le dije a mi productora que sí, que podía confirmarle a la famosa animadora de televisión que Silvia estaba embarazada de mí. Esa misma noche, la animadora soltó la primicia en su programa y yo la confirmé más tarde en el mío y al día siguiente entrevisté a Silvia y para entonces por supuesto ya Silvia se lo había contado a sus padres y yo supuse que todo estaría bien, que el momento de peor tensión o miedo ya había pasado.
Pero es una ley no escrita que cuando eres muy feliz con alguien estás haciendo muy infeliz a otra persona, o ese parece ser mi caso.
Yo pensé que podía ser feliz con Silvia y seguir siendo feliz como amigo y compañero de Sandra pero las cosas cambiaron radicalmente desde la noche en que la noticia salió en televisión y yo dije la verdad: que el embarazo de Silvia me había devuelto las ganas de vivir y que la idea de tener un hijo con ella me emborrachaba de una felicidad boba, pueril, adolescente (será por eso que dicen que cuando te vas volviendo viejo te vas poniendo como un niño).
Ahora podríamos describir la situación que estoy viviendo con Sandra y mis hijas como una de guerra fría. Sandra no me perdona el desliz con Silvia pero sobre todo no me perdona que lo haya hecho tan público y sobre todo no me perdona que lo haya hecho tan público tres semanas después de decir en mi programa, un domingo out of the blues, que quería tener un hijo con ella. Las niñas, comprensiblemente, ven a su madre desolada, contrariada, humillada, y toman partido por ella y me consideran un cabrón egoísta que dejó a su amada esposa para irse con una chiquilla pendeja de veintiún años. En realidad, mi amada ex esposa y yo habíamos dejado de ser una pareja hacía ya muchos años, pero como ahora vivimos en el mismo edificio que Sandra y las niñas eligieron hace un par de años para mudarse de Camacho a San Isidro, entonces se podría decir que, siendo una familia disfuncional, somos también una familia vecinal, pues ellas ocupan el piso de abajo y yo el de arriba, lo que nos obliga a una convivencia que, cuando todo estaba bien, era genial (el mejor momento fue el mundial de fútbol en julio pasado), pero ahora que me han declarado la guerra fría resulta algo triste para mí y sospecho que para ellas también. Porque ahora ya nunca suben a visitarme, ahora ya la empleada no sube a recoger mis camisas sucias, ahora ya no encuentro gelatina ni jugos en la refrigeradora, ahora siento el hielo que viene de abajo. Y cuando me armo de valor y voy al primer piso nunca encuentro a Sandra (al punto que no sé si sigue durmiendo abajo o se ha mudado) y muy rara vez encuentro a mis hijas, que me dan un beso seco, comedido y me hacen sentir que estamos en plena guerra fría, que me han puesto en cuarentena por dejar embarazada a Silvia, que no les hace ninguna gracia tener un hermanito y que tal vez piensan que soy un papá un tanto impresentable y del todo incomprensible. Yo trato de hacer bromas y les doy toda la plata que puedo para tender puentes y restañar heridas, pero siento que ya nada es igual, que algo se ha roto y no sé si podré restaurar lo que se ha dañado en ellas, que por lo visto ya no encuentran placer en subir a visitarme ni en contarme sus cosas.
Y después leo en los periódicos que la guerra fría es una cosa del pasado que cayó con el muro de Berlín: pues no en mi casa, coño: aquí el muro se construyó hace unos días y la guerra se siente más fría que nunca, helada y helada mal.
Por su parte Luisito, que está en Buenos Aires, se ha portado como un príncipe y me ha felicitado y se ha emocionado y me ha dicho que quiere venir pronto a Lima a darle regalos a Silvia y no me ha hecho ningún drama y sólo me dijo un día algo que me conmovió: que le daba pena no poder darme un hijo, que sólo por eso le daba algo de pena que yo tuviese un hijo con Silvia, pero que le parecía genial y divertido que viniese pronto mini James a alborotarnos la vida y que él creía que Silvia y yo haríamos una combinación genética altamente pajera, risueña, impredecible y angelical o diabólica, pero en ningún caso sosa y normal. O sea que Luisito, mi amigo y compañero hace ocho años, encajó con gran clase y estilo el golpe que recibió de Sandra cuando ella se opuso a que él viniese a visitarme y se quedase en mi departamento y entonces su viaje fue pospuesto hasta nuevo aviso, y luego encajó con más clase y mejor estilo la noticia de que su viaje se posponía indefinidamente porque ahora Silvia estaba embarazada y las aguas estaban muy borrascosas como para que él viniera a Lima a hacer más olas. O sea que Luisito se portó por todo lo alto y como mi gran amigo y compañero y no hizo la menor escena de celos o despecho, sólo le dolió no poder darme un hijo, pero así nomás es y ya hemos quedado en que con suerte vendrá en enero cuando Sandra y las niñas se vayan a Nueva York, buscando el frío que les dé la temperatura corporal apropiada para seguir congelando las cosas conmigo.
Como a mi edad y con mi arsenal de sedantes todo me da más o menos igual y lo único que verdaderamente me aterra es volver a la rutina de subirme a un avión cada semana y mi idea de la felicidad se reduce a quedarme en Lima escribiendo mi trilogía sanguinaria y amando a Silvia y diciendo gansadas en televisión, no me resulta entonces tan difícil sobrevivir a la guerra fría que me han declarado Sandra y mis dos bellas hijas y pasarme los días cumpliendo mi humilde rutina de escritor mediocre, de amante rejuvenecido, de hablantín a sueldo y de eventual candidato a la presidencia de la asociación de padres de familia del nido Little Villa, donde Silvia y yo inscribiremos a James cuando tenga dos semanas de nacido y adonde James asistirá llamándose James y vestido como hombre así nazca mujer. No veo por qué una mujer no podría llamarse James.

*David José C.-
Para los que quieran contactarme y escribirme, pueden hacerlo en:
delacruzmarin@gmail.com

martes, 25 de mayo de 2010

JAIME BAYLY: Yo besé a Lisbeth Salander. Y otro árticulo mas...

Nunca había viajado a una ciudad imantado por el poder magnético de un escritor. Vine a Estocolmo por culpa de Larsson o gracias a él. En los bares de lesbianas de Södermalm, creía ver a Lisbeth Salander (muy flaca, musculosa, tatuada, ágil y astuta como un gato). En los cafés de Ostermalm, creía ver al tutor depravado de Lisbeth. En el bar del hotel Rival, creía ver a Mikael tomándose una cerveza, tratando de desenredar la maraña infinita en la que, a riesgo de su vida, lo había metido su vocación de justiciero.
No era yo el único forastero buscando las casas donde vivieron Lisbeth y Mikael. De vez en cuando, me cruzaba con gente poseída por la misma enfermedad, sedada o excitada por el mismo poder febril de las palabras de un escritor, y les decía qué calles debían recorrer para llegar al lugar donde nuestra heroína se escondía de “Todo lo Malo”. Uno de los taxistas se rió de mí y me dijo: Pero esa chica no existió, todo es mentira, es sólo una novela. Yo le dije: se equivoca, señor, Lisbeth Salander existió, vive aún y es mi amiga. El taxista me miró con desdén y decidió que no le convenía conversar con un chiflado que venía desde tan lejos a buscar fantasmas que sólo habitaban en los libros de un sueco ya muerto.
Después de visitar los lugares más memorables de las novelas de Larsson y hacerme fotos en ellos, me resigné a visitar los museos, el National, el de Arte Moderno, el Vasa, que exhibe una balsa vikinga que se hundió siglos atrás, pero ningún cuadro de Picasso o Gauguin. Ninguna escultura de Rodin me conmovió tanto como el edificio de Lundagatan 47 (un modesto edificio gris en una calle empinada), o el edificio añoso pero bien conservado, arriba de la colina de Mosebacke, en Fiskargatan 9 (donde imaginé a Lisbeth gastando las millones de coronas que había robado cibernéticamente), o el edificio barroco de la calle Bellmansgatan 1, donde Mikael Blomkvist amaba a varias mujeres y se devanaba los sesos tratando de zafarse de la telaraña en la que, buscando una verdad esquiva, se enredaba más y más.
Ningún escritor me había secuestrado tan poderosamente como Stieg Larsson. Ninguno me había humillado tanto como él (pues leyéndolo comprendí la insignificancia de mis libros). Ninguno me había dopado al punto de obligarme a viajar al país donde ocurrían sus ficciones para sentirme en cierto modo parte de ellas o para sentir que esas ficciones no eran del todo falsas, que había en ellas una verdad camuflada que sólo sus lectores más leales podíamos hallar.
Por eso vine a Estocolmo, para agradecerle a Larsson, ya tarde, los viajes alucinados a los que me arrojó de bruces con sus ficciones, para agradecerle por el efecto narcótico, adictivo, que sus libros operaron en mí, para encontrar a Lisbeth Salander en alguna madriguera o escondrijo de Södermalm.
Una noche, saliendo del hotel Rival, me metí a un Seven Eleven y estuve seguro de que esa mujer flaca, de pelo negro, muy corto, con los brazos musculosos, tatuados, sin maquillaje, con ojos felinos, asustadizos, era ella, Lisbeth Salander. Era idéntica a la actriz sueca que daba vida a Lisbeth en la primera película de la trilogía que había visto en un cine de Madrid, era exactamente como la Lisbeth que me había imaginado leyendo las novelas de Larsson. Estaba sola, comiendo un plátano y mirando a todos de soslayo, como si estuviera a punto de salir corriendo, huyendo de algún enemigo que quería matarla. Me acerqué a ella y le pregunté si era Lisbeth. Me dijo que estaba dispuesta a ser quien yo quería que fuese, siempre que le comprase chocolates. Le pregunté si podíamos sentarnos en el parque Mariatorget. Me dijo que primero tenía que comprarle tres chocolates Snickers en miniatura. No dudé en complacerla. Caminamos al parque, nos sentamos en una banca, comió los tres Snickers en miniatura sin invitarme ninguno (yo sabía que Lisbeth era egoísta al punto de rozar la crueldad) y luego, sin decirme nada, me besó. Fue un beso largo, violento, desesperado, un beso que era el primero y sin duda también el último. Me mordió los labios, dejándome un sabor a sangre. Luego se fue deprisa, sin voltear a mirarme. Estoy seguro de que era Lisbeth Salander. Estoy seguro de que Stieg Larsson no se la inventó, que ella aún está viva y que yo la besé una noche de agosto en el parque Mariatorget de Södermalm, a las tres y media de la mañana.


Menos que cero
Pago mensual a mi adorable amante Lucía para que se dedique a escribir lo que le dé la gana cuando le dé la gana: cuatro mil soles, es lo justo.
Alquiler de su departamento en San Isidro: mil dólares mensuales.

Cuota de mantenimiento mensual de su departamento: trescientos setenta soles, acaba de subir.

Cuentas de luz, gas, cable e impuestos prediales de su departamento: quinientos soles al mes.

Bono o premio a Lucía por terminar su novela lésbica “Hay una chica en mi sopa”: mil soles, estupenda novela, felicitaciones, espero que salga pronto.

Pago mensual a Sofía, la madre de mis hijas, para que se dedique a cuidar a mis hijas y a cuidar de sí misma: doce mil dólares, merece el doble, es el gran amor de mi vida, cuando quiera le daré un hijo más.

Dinero extra para que siga decorando la casa nueva: incalculable, con tendencia al alza, pero es que Sofía decora precioso.

Servicios de peluquería a mi hija porque tiene una fiesta a la noche: trescientos soles.

Servicios de peluquería a mi otra hija porque tiene que hacerse la cera, la manicure y la pedicure: quinientos soles, por si después va al cine.

Drogas legales que compro en la farmacia para sentirme bien: doscientos dólares.

Servicio mecánico de una de las camionetas que usa la madre de mis hijas: doscientos dólares.

Reparación de la otra camioneta: doscientos dólares más.

Transferencia bancaria a mi adorable amante Martín para que me recuerde con cariño en Buenos Aires: cuatro mil dólares mensuales hasta diciembre.

Colchón marca “Paraíso” para el cuarto de huéspedes en caso de que con suerte me visite Martín antes de diciembre: dos mil dólares, calidad “Royal Dynasty”, es lo que él merece porque mide casi dos metros.

Pagos a los colaboradores periodísticos de un talento inestimable que integran mi equipo del programa de televisión: cincuenta mil dólares mensuales.

Cena con Lucía en un café de San Isidro: doscientos soles, por suerte la chica come poco.

Costo de un gel francés para que aumente mis testosteronas y me garantice una erección digna de ser llamada tal cosa: cincuenta dólares la caja, dos cajas.

Costo del Cialis para que me asegure una prolongada erección: treinta soles por pastilla.

Pago suplementario a la adorable empleada Aydeé que plancha mi camisa y mi corbata: veinte dólares por semana, ya toca aumentarle.

Llenar los tanques de gasolina de las tres camionetas: trescientos dólares.

Perfume para la madre de mis hijas y otro para la adorable Ximena, mi mejor amiga, que también es madre (de dos niños preciosos), como regalos por el día de la madre: doscientos dólares.

Regalos para una amiga que acaba de casarse: tres mil quinientos dólares.

Donación a una causa benéfica que patrocina la madre de mis hijas: trescientos dólares.

Taxi al canal: veinte dólares.

Propina a la maquilladora: cien dólares, ella me anima como nadie a ser candidato.

Herencia que no me dejó mi tío y sí les dejó a mis nueve hermanos: medio millón de dólares a cada uno, provecho muchachos.

Regalo de mi madre para mitigar mi tristeza por el dinero que no me dejó mi tío: trescientos mil dólares, gracias mamá, eres una santa, que Dios te lo pague.

Precio de una noche en el hotel Berkeley de Londres en el que se aloja mi madre: mil libras esterlinas.

Patrimonio aproximado de mi madre: trescientos millones de dólares.

Herencia que me correspondería en caso de fallecimiento de mi madre que Dios no lo quiera y la tenga en conserva: treinta millones de dólares.

Años que calculo que vivirá mi madre: veinte más, quizá treinta.

Años que calculo que me quedan por vivir: cinco, con suerte seis.

Herencia que recibiré de mi madre: cero coma cero.

Costo de mi cremación que pagará mi madre rezando por la salvación de mi alma que tal vez no existe: diez mil dólares.

Regalías que mis libros dejarán a mis hijas: minucias.

Patrimonio aproximado que heredarán mis hijas: cinco millones de dólares.

Dinero en efectivo que heredarán mis amantes: cero.

Número de hijas: dos.

Número de amantes: dos.

Monto que cobrará la madre de mis hijas por mi seguro de vida: un millón de dólares, es lo menos que puedo dejarle, merece que le deje todo lo que tengo.

Monto que me pagaron por mi última novela: cien mil euros.

Monto que me pagaron por mi penúltima novela: cien mil euros.

Monto que estimo me pagarán por mi nueva novela: cien mil euros.

Fajo de billetes que llevo siempre en un bolsillo de la chaqueta: cinco mil soles.

Ahorros bancarios en distintas monedas: tres millones de dólares.

Patrimonio inmobiliario: dos millones de dólares.

Lo que valgo si muero, incluyendo el seguro de vida: seis millones de dólares.

Lo que heredarán mis hijas: cinco millones.

Lo que heredará su madre: un millón y un apartamento, es poco para lo mucho que la quiero.

Lo que heredarán mis amantes: un departamento cada uno, es lo justo y decoroso, considérese en el rubro “pensión de viuda”.

Costo de mi campaña presidencial austera: un millón de dólares.

Costo de mi campaña presidencial como uno se merece, alquilando avión privado: dos millones de dólares.

Donación de mi madre al arzobispado de Lima: misterio insondable, asunto pendiente de investigación.

Donación de mi madre a su hermano idealista desheredado: un millón de dólares.

Donación de mi madre a mi campaña presidencial: cero coma cero, seguimos a la espera, la esperanza es lo último que se pierde (incluso si pierdo las elecciones), un beso y un abrazo para mi madre que está viajando por sus minas en Huánuco.

Porcentaje de intención de voto nacional que asignan las encuestas a mi candidatura presidencial: cuatro por ciento.

Porcentaje de intención que tengo de ser candidato: cien por ciento.

Porcentaje de posibilidades de ganar si soy candidato: cincuenta por ciento, ríanse, ya nos vemos en abril.

Sueldo del presidente del Perú: tres mil quinientos dólares mensuales después de impuestos.
Presupuesto de mi familia: treinta mil dólares mensuales como mínimo.
Presupuesto de mi familia cuando mis hijas se vayan a estudiar en universidades de los Estados Unidos en dos años: cuarenta mil dólares mensuales como mínimo.
Dinero de mis ahorros que gastaría en mi presupuesto familiar los cinco años como presidente del Perú: dos millones y medio de dólares.
Dinero que me quedaría de mis ahorros de toda la vida (veintisiete años haciendo televisión en el Perú y el extranjero, veinte años ya como escritor, trece novelas publicadas y traducidas a dieciocho lenguas) cuando termine mi gestión como presidente: menos que cero.