Nunca había viajado a una ciudad imantado por el poder magnético de un escritor. Vine a Estocolmo por culpa de Larsson o gracias a él. En los bares de lesbianas de Södermalm, creía ver a Lisbeth Salander (muy flaca, musculosa, tatuada, ágil y astuta como un gato). En los cafés de Ostermalm, creía ver al tutor depravado de Lisbeth. En el bar del hotel Rival, creía ver a Mikael tomándose una cerveza, tratando de desenredar la maraña infinita en la que, a riesgo de su vida, lo había metido su vocación de justiciero.
No era yo el único forastero buscando las casas donde vivieron Lisbeth y Mikael. De vez en cuando, me cruzaba con gente poseída por la misma enfermedad, sedada o excitada por el mismo poder febril de las palabras de un escritor, y les decía qué calles debían recorrer para llegar al lugar donde nuestra heroína se escondía de “Todo lo Malo”. Uno de los taxistas se rió de mí y me dijo: Pero esa chica no existió, todo es mentira, es sólo una novela. Yo le dije: se equivoca, señor, Lisbeth Salander existió, vive aún y es mi amiga. El taxista me miró con desdén y decidió que no le convenía conversar con un chiflado que venía desde tan lejos a buscar fantasmas que sólo habitaban en los libros de un sueco ya muerto.
Después de visitar los lugares más memorables de las novelas de Larsson y hacerme fotos en ellos, me resigné a visitar los museos, el National, el de Arte Moderno, el Vasa, que exhibe una balsa vikinga que se hundió siglos atrás, pero ningún cuadro de Picasso o Gauguin. Ninguna escultura de Rodin me conmovió tanto como el edificio de Lundagatan 47 (un modesto edificio gris en una calle empinada), o el edificio añoso pero bien conservado, arriba de la colina de Mosebacke, en Fiskargatan 9 (donde imaginé a Lisbeth gastando las millones de coronas que había robado cibernéticamente), o el edificio barroco de la calle Bellmansgatan 1, donde Mikael Blomkvist amaba a varias mujeres y se devanaba los sesos tratando de zafarse de la telaraña en la que, buscando una verdad esquiva, se enredaba más y más.
Ningún escritor me había secuestrado tan poderosamente como Stieg Larsson. Ninguno me había humillado tanto como él (pues leyéndolo comprendí la insignificancia de mis libros). Ninguno me había dopado al punto de obligarme a viajar al país donde ocurrían sus ficciones para sentirme en cierto modo parte de ellas o para sentir que esas ficciones no eran del todo falsas, que había en ellas una verdad camuflada que sólo sus lectores más leales podíamos hallar.
Por eso vine a Estocolmo, para agradecerle a Larsson, ya tarde, los viajes alucinados a los que me arrojó de bruces con sus ficciones, para agradecerle por el efecto narcótico, adictivo, que sus libros operaron en mí, para encontrar a Lisbeth Salander en alguna madriguera o escondrijo de Södermalm.
Una noche, saliendo del hotel Rival, me metí a un Seven Eleven y estuve seguro de que esa mujer flaca, de pelo negro, muy corto, con los brazos musculosos, tatuados, sin maquillaje, con ojos felinos, asustadizos, era ella, Lisbeth Salander. Era idéntica a la actriz sueca que daba vida a Lisbeth en la primera película de la trilogía que había visto en un cine de Madrid, era exactamente como la Lisbeth que me había imaginado leyendo las novelas de Larsson. Estaba sola, comiendo un plátano y mirando a todos de soslayo, como si estuviera a punto de salir corriendo, huyendo de algún enemigo que quería matarla. Me acerqué a ella y le pregunté si era Lisbeth. Me dijo que estaba dispuesta a ser quien yo quería que fuese, siempre que le comprase chocolates. Le pregunté si podíamos sentarnos en el parque Mariatorget. Me dijo que primero tenía que comprarle tres chocolates Snickers en miniatura. No dudé en complacerla. Caminamos al parque, nos sentamos en una banca, comió los tres Snickers en miniatura sin invitarme ninguno (yo sabía que Lisbeth era egoísta al punto de rozar la crueldad) y luego, sin decirme nada, me besó. Fue un beso largo, violento, desesperado, un beso que era el primero y sin duda también el último. Me mordió los labios, dejándome un sabor a sangre. Luego se fue deprisa, sin voltear a mirarme. Estoy seguro de que era Lisbeth Salander. Estoy seguro de que Stieg Larsson no se la inventó, que ella aún está viva y que yo la besé una noche de agosto en el parque Mariatorget de Södermalm, a las tres y media de la mañana.
No era yo el único forastero buscando las casas donde vivieron Lisbeth y Mikael. De vez en cuando, me cruzaba con gente poseída por la misma enfermedad, sedada o excitada por el mismo poder febril de las palabras de un escritor, y les decía qué calles debían recorrer para llegar al lugar donde nuestra heroína se escondía de “Todo lo Malo”. Uno de los taxistas se rió de mí y me dijo: Pero esa chica no existió, todo es mentira, es sólo una novela. Yo le dije: se equivoca, señor, Lisbeth Salander existió, vive aún y es mi amiga. El taxista me miró con desdén y decidió que no le convenía conversar con un chiflado que venía desde tan lejos a buscar fantasmas que sólo habitaban en los libros de un sueco ya muerto.
Después de visitar los lugares más memorables de las novelas de Larsson y hacerme fotos en ellos, me resigné a visitar los museos, el National, el de Arte Moderno, el Vasa, que exhibe una balsa vikinga que se hundió siglos atrás, pero ningún cuadro de Picasso o Gauguin. Ninguna escultura de Rodin me conmovió tanto como el edificio de Lundagatan 47 (un modesto edificio gris en una calle empinada), o el edificio añoso pero bien conservado, arriba de la colina de Mosebacke, en Fiskargatan 9 (donde imaginé a Lisbeth gastando las millones de coronas que había robado cibernéticamente), o el edificio barroco de la calle Bellmansgatan 1, donde Mikael Blomkvist amaba a varias mujeres y se devanaba los sesos tratando de zafarse de la telaraña en la que, buscando una verdad esquiva, se enredaba más y más.
Ningún escritor me había secuestrado tan poderosamente como Stieg Larsson. Ninguno me había humillado tanto como él (pues leyéndolo comprendí la insignificancia de mis libros). Ninguno me había dopado al punto de obligarme a viajar al país donde ocurrían sus ficciones para sentirme en cierto modo parte de ellas o para sentir que esas ficciones no eran del todo falsas, que había en ellas una verdad camuflada que sólo sus lectores más leales podíamos hallar.
Por eso vine a Estocolmo, para agradecerle a Larsson, ya tarde, los viajes alucinados a los que me arrojó de bruces con sus ficciones, para agradecerle por el efecto narcótico, adictivo, que sus libros operaron en mí, para encontrar a Lisbeth Salander en alguna madriguera o escondrijo de Södermalm.
Una noche, saliendo del hotel Rival, me metí a un Seven Eleven y estuve seguro de que esa mujer flaca, de pelo negro, muy corto, con los brazos musculosos, tatuados, sin maquillaje, con ojos felinos, asustadizos, era ella, Lisbeth Salander. Era idéntica a la actriz sueca que daba vida a Lisbeth en la primera película de la trilogía que había visto en un cine de Madrid, era exactamente como la Lisbeth que me había imaginado leyendo las novelas de Larsson. Estaba sola, comiendo un plátano y mirando a todos de soslayo, como si estuviera a punto de salir corriendo, huyendo de algún enemigo que quería matarla. Me acerqué a ella y le pregunté si era Lisbeth. Me dijo que estaba dispuesta a ser quien yo quería que fuese, siempre que le comprase chocolates. Le pregunté si podíamos sentarnos en el parque Mariatorget. Me dijo que primero tenía que comprarle tres chocolates Snickers en miniatura. No dudé en complacerla. Caminamos al parque, nos sentamos en una banca, comió los tres Snickers en miniatura sin invitarme ninguno (yo sabía que Lisbeth era egoísta al punto de rozar la crueldad) y luego, sin decirme nada, me besó. Fue un beso largo, violento, desesperado, un beso que era el primero y sin duda también el último. Me mordió los labios, dejándome un sabor a sangre. Luego se fue deprisa, sin voltear a mirarme. Estoy seguro de que era Lisbeth Salander. Estoy seguro de que Stieg Larsson no se la inventó, que ella aún está viva y que yo la besé una noche de agosto en el parque Mariatorget de Södermalm, a las tres y media de la mañana.
Menos que cero
Pago mensual a mi adorable amante Lucía para que se dedique a escribir lo que le dé la gana cuando le dé la gana: cuatro mil soles, es lo justo.
Alquiler de su departamento en San Isidro: mil dólares mensuales.
Cuota de mantenimiento mensual de su departamento: trescientos setenta soles, acaba de subir.
Cuentas de luz, gas, cable e impuestos prediales de su departamento: quinientos soles al mes.
Bono o premio a Lucía por terminar su novela lésbica “Hay una chica en mi sopa”: mil soles, estupenda novela, felicitaciones, espero que salga pronto.
Pago mensual a Sofía, la madre de mis hijas, para que se dedique a cuidar a mis hijas y a cuidar de sí misma: doce mil dólares, merece el doble, es el gran amor de mi vida, cuando quiera le daré un hijo más.
Dinero extra para que siga decorando la casa nueva: incalculable, con tendencia al alza, pero es que Sofía decora precioso.
Servicios de peluquería a mi hija porque tiene una fiesta a la noche: trescientos soles.
Servicios de peluquería a mi otra hija porque tiene que hacerse la cera, la manicure y la pedicure: quinientos soles, por si después va al cine.
Drogas legales que compro en la farmacia para sentirme bien: doscientos dólares.
Servicio mecánico de una de las camionetas que usa la madre de mis hijas: doscientos dólares.
Reparación de la otra camioneta: doscientos dólares más.
Transferencia bancaria a mi adorable amante Martín para que me recuerde con cariño en Buenos Aires: cuatro mil dólares mensuales hasta diciembre.
Colchón marca “Paraíso” para el cuarto de huéspedes en caso de que con suerte me visite Martín antes de diciembre: dos mil dólares, calidad “Royal Dynasty”, es lo que él merece porque mide casi dos metros.
Pagos a los colaboradores periodísticos de un talento inestimable que integran mi equipo del programa de televisión: cincuenta mil dólares mensuales.
Cena con Lucía en un café de San Isidro: doscientos soles, por suerte la chica come poco.
Costo de un gel francés para que aumente mis testosteronas y me garantice una erección digna de ser llamada tal cosa: cincuenta dólares la caja, dos cajas.
Costo del Cialis para que me asegure una prolongada erección: treinta soles por pastilla.
Pago suplementario a la adorable empleada Aydeé que plancha mi camisa y mi corbata: veinte dólares por semana, ya toca aumentarle.
Llenar los tanques de gasolina de las tres camionetas: trescientos dólares.
Perfume para la madre de mis hijas y otro para la adorable Ximena, mi mejor amiga, que también es madre (de dos niños preciosos), como regalos por el día de la madre: doscientos dólares.
Regalos para una amiga que acaba de casarse: tres mil quinientos dólares.
Donación a una causa benéfica que patrocina la madre de mis hijas: trescientos dólares.
Taxi al canal: veinte dólares.
Propina a la maquilladora: cien dólares, ella me anima como nadie a ser candidato.
Herencia que no me dejó mi tío y sí les dejó a mis nueve hermanos: medio millón de dólares a cada uno, provecho muchachos.
Regalo de mi madre para mitigar mi tristeza por el dinero que no me dejó mi tío: trescientos mil dólares, gracias mamá, eres una santa, que Dios te lo pague.
Precio de una noche en el hotel Berkeley de Londres en el que se aloja mi madre: mil libras esterlinas.
Patrimonio aproximado de mi madre: trescientos millones de dólares.
Herencia que me correspondería en caso de fallecimiento de mi madre que Dios no lo quiera y la tenga en conserva: treinta millones de dólares.
Años que calculo que vivirá mi madre: veinte más, quizá treinta.
Años que calculo que me quedan por vivir: cinco, con suerte seis.
Herencia que recibiré de mi madre: cero coma cero.
Costo de mi cremación que pagará mi madre rezando por la salvación de mi alma que tal vez no existe: diez mil dólares.
Regalías que mis libros dejarán a mis hijas: minucias.
Patrimonio aproximado que heredarán mis hijas: cinco millones de dólares.
Dinero en efectivo que heredarán mis amantes: cero.
Número de hijas: dos.
Número de amantes: dos.
Monto que cobrará la madre de mis hijas por mi seguro de vida: un millón de dólares, es lo menos que puedo dejarle, merece que le deje todo lo que tengo.
Monto que me pagaron por mi última novela: cien mil euros.
Monto que me pagaron por mi penúltima novela: cien mil euros.
Monto que estimo me pagarán por mi nueva novela: cien mil euros.
Fajo de billetes que llevo siempre en un bolsillo de la chaqueta: cinco mil soles.
Ahorros bancarios en distintas monedas: tres millones de dólares.
Patrimonio inmobiliario: dos millones de dólares.
Lo que valgo si muero, incluyendo el seguro de vida: seis millones de dólares.
Lo que heredarán mis hijas: cinco millones.
Lo que heredará su madre: un millón y un apartamento, es poco para lo mucho que la quiero.
Lo que heredarán mis amantes: un departamento cada uno, es lo justo y decoroso, considérese en el rubro “pensión de viuda”.
Costo de mi campaña presidencial austera: un millón de dólares.
Costo de mi campaña presidencial como uno se merece, alquilando avión privado: dos millones de dólares.
Donación de mi madre al arzobispado de Lima: misterio insondable, asunto pendiente de investigación.
Donación de mi madre a su hermano idealista desheredado: un millón de dólares.
Donación de mi madre a mi campaña presidencial: cero coma cero, seguimos a la espera, la esperanza es lo último que se pierde (incluso si pierdo las elecciones), un beso y un abrazo para mi madre que está viajando por sus minas en Huánuco.
Porcentaje de intención de voto nacional que asignan las encuestas a mi candidatura presidencial: cuatro por ciento.
Porcentaje de intención que tengo de ser candidato: cien por ciento.
Porcentaje de posibilidades de ganar si soy candidato: cincuenta por ciento, ríanse, ya nos vemos en abril.
Sueldo del presidente del Perú: tres mil quinientos dólares mensuales después de impuestos.
Presupuesto de mi familia: treinta mil dólares mensuales como mínimo.
Presupuesto de mi familia cuando mis hijas se vayan a estudiar en universidades de los Estados Unidos en dos años: cuarenta mil dólares mensuales como mínimo.
Dinero de mis ahorros que gastaría en mi presupuesto familiar los cinco años como presidente del Perú: dos millones y medio de dólares.
Dinero que me quedaría de mis ahorros de toda la vida (veintisiete años haciendo televisión en el Perú y el extranjero, veinte años ya como escritor, trece novelas publicadas y traducidas a dieciocho lenguas) cuando termine mi gestión como presidente: menos que cero.
Alquiler de su departamento en San Isidro: mil dólares mensuales.
Cuota de mantenimiento mensual de su departamento: trescientos setenta soles, acaba de subir.
Cuentas de luz, gas, cable e impuestos prediales de su departamento: quinientos soles al mes.
Bono o premio a Lucía por terminar su novela lésbica “Hay una chica en mi sopa”: mil soles, estupenda novela, felicitaciones, espero que salga pronto.
Pago mensual a Sofía, la madre de mis hijas, para que se dedique a cuidar a mis hijas y a cuidar de sí misma: doce mil dólares, merece el doble, es el gran amor de mi vida, cuando quiera le daré un hijo más.
Dinero extra para que siga decorando la casa nueva: incalculable, con tendencia al alza, pero es que Sofía decora precioso.
Servicios de peluquería a mi hija porque tiene una fiesta a la noche: trescientos soles.
Servicios de peluquería a mi otra hija porque tiene que hacerse la cera, la manicure y la pedicure: quinientos soles, por si después va al cine.
Drogas legales que compro en la farmacia para sentirme bien: doscientos dólares.
Servicio mecánico de una de las camionetas que usa la madre de mis hijas: doscientos dólares.
Reparación de la otra camioneta: doscientos dólares más.
Transferencia bancaria a mi adorable amante Martín para que me recuerde con cariño en Buenos Aires: cuatro mil dólares mensuales hasta diciembre.
Colchón marca “Paraíso” para el cuarto de huéspedes en caso de que con suerte me visite Martín antes de diciembre: dos mil dólares, calidad “Royal Dynasty”, es lo que él merece porque mide casi dos metros.
Pagos a los colaboradores periodísticos de un talento inestimable que integran mi equipo del programa de televisión: cincuenta mil dólares mensuales.
Cena con Lucía en un café de San Isidro: doscientos soles, por suerte la chica come poco.
Costo de un gel francés para que aumente mis testosteronas y me garantice una erección digna de ser llamada tal cosa: cincuenta dólares la caja, dos cajas.
Costo del Cialis para que me asegure una prolongada erección: treinta soles por pastilla.
Pago suplementario a la adorable empleada Aydeé que plancha mi camisa y mi corbata: veinte dólares por semana, ya toca aumentarle.
Llenar los tanques de gasolina de las tres camionetas: trescientos dólares.
Perfume para la madre de mis hijas y otro para la adorable Ximena, mi mejor amiga, que también es madre (de dos niños preciosos), como regalos por el día de la madre: doscientos dólares.
Regalos para una amiga que acaba de casarse: tres mil quinientos dólares.
Donación a una causa benéfica que patrocina la madre de mis hijas: trescientos dólares.
Taxi al canal: veinte dólares.
Propina a la maquilladora: cien dólares, ella me anima como nadie a ser candidato.
Herencia que no me dejó mi tío y sí les dejó a mis nueve hermanos: medio millón de dólares a cada uno, provecho muchachos.
Regalo de mi madre para mitigar mi tristeza por el dinero que no me dejó mi tío: trescientos mil dólares, gracias mamá, eres una santa, que Dios te lo pague.
Precio de una noche en el hotel Berkeley de Londres en el que se aloja mi madre: mil libras esterlinas.
Patrimonio aproximado de mi madre: trescientos millones de dólares.
Herencia que me correspondería en caso de fallecimiento de mi madre que Dios no lo quiera y la tenga en conserva: treinta millones de dólares.
Años que calculo que vivirá mi madre: veinte más, quizá treinta.
Años que calculo que me quedan por vivir: cinco, con suerte seis.
Herencia que recibiré de mi madre: cero coma cero.
Costo de mi cremación que pagará mi madre rezando por la salvación de mi alma que tal vez no existe: diez mil dólares.
Regalías que mis libros dejarán a mis hijas: minucias.
Patrimonio aproximado que heredarán mis hijas: cinco millones de dólares.
Dinero en efectivo que heredarán mis amantes: cero.
Número de hijas: dos.
Número de amantes: dos.
Monto que cobrará la madre de mis hijas por mi seguro de vida: un millón de dólares, es lo menos que puedo dejarle, merece que le deje todo lo que tengo.
Monto que me pagaron por mi última novela: cien mil euros.
Monto que me pagaron por mi penúltima novela: cien mil euros.
Monto que estimo me pagarán por mi nueva novela: cien mil euros.
Fajo de billetes que llevo siempre en un bolsillo de la chaqueta: cinco mil soles.
Ahorros bancarios en distintas monedas: tres millones de dólares.
Patrimonio inmobiliario: dos millones de dólares.
Lo que valgo si muero, incluyendo el seguro de vida: seis millones de dólares.
Lo que heredarán mis hijas: cinco millones.
Lo que heredará su madre: un millón y un apartamento, es poco para lo mucho que la quiero.
Lo que heredarán mis amantes: un departamento cada uno, es lo justo y decoroso, considérese en el rubro “pensión de viuda”.
Costo de mi campaña presidencial austera: un millón de dólares.
Costo de mi campaña presidencial como uno se merece, alquilando avión privado: dos millones de dólares.
Donación de mi madre al arzobispado de Lima: misterio insondable, asunto pendiente de investigación.
Donación de mi madre a su hermano idealista desheredado: un millón de dólares.
Donación de mi madre a mi campaña presidencial: cero coma cero, seguimos a la espera, la esperanza es lo último que se pierde (incluso si pierdo las elecciones), un beso y un abrazo para mi madre que está viajando por sus minas en Huánuco.
Porcentaje de intención de voto nacional que asignan las encuestas a mi candidatura presidencial: cuatro por ciento.
Porcentaje de intención que tengo de ser candidato: cien por ciento.
Porcentaje de posibilidades de ganar si soy candidato: cincuenta por ciento, ríanse, ya nos vemos en abril.
Sueldo del presidente del Perú: tres mil quinientos dólares mensuales después de impuestos.
Presupuesto de mi familia: treinta mil dólares mensuales como mínimo.
Presupuesto de mi familia cuando mis hijas se vayan a estudiar en universidades de los Estados Unidos en dos años: cuarenta mil dólares mensuales como mínimo.
Dinero de mis ahorros que gastaría en mi presupuesto familiar los cinco años como presidente del Perú: dos millones y medio de dólares.
Dinero que me quedaría de mis ahorros de toda la vida (veintisiete años haciendo televisión en el Perú y el extranjero, veinte años ya como escritor, trece novelas publicadas y traducidas a dieciocho lenguas) cuando termine mi gestión como presidente: menos que cero.
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