David Alonso De la Cruz

lunes, 24 de agosto de 2009

Se cumplen 110 años del nacimiento de Jorge Luis Borges

"Uno aprende a caminar caminando, asi como aprende a leer leyendo y, todavía más, a amar la lectura leyendo. Aprendí a leer los libros que tení­a que leer por razones profesionales, primero con respeto y luego con franca simpatía. Al final, me convertí en un apasionado de los libros y esa pasión devoro mi vida en los últimos cuarenta años."
Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única. -Jorge Luis Borges-
Hace más de 30 años, y en medio de una entrevista, un periodista peruano intentó cambiarle de tema al escritor –quien se había ensimismado en un solo asunto– y le dijo: “Perdone que haga una digresión…”. Este, mirando al vacío a causa de su ceguera, le replicó con amabilidad: “Varias digresiones, por favor. Para eso estamos”. Así era Jorge Luis Borges, el vanguardista escritor argentino que nació en el último año del siglo XIX, un día como hoy. HISTORIA DE SU ETERNIDAD. Nacido en Buenos Aires, en un barrio marginal de inmigrantes, Borges fue precoz desde su juventud: a los nueve años ya había hecho una traducción libre de El príncipe feliz, de Wilde, porque creía que siempre era posible mejorar lo dicho en otra lengua. Y luego, ya en Europa, aprendió el idioma alemán solo con un diccionario. Su estadía en Suiza, donde viajó para que su padre siga un tratamiento contra la ceguera –mal que él luego heredaría–, coincidió con la Primera Guerra Mundial y la aparición de las vanguardias artísticas. De allí tomaría esa influencia simbolista y transgresora que en el futuro se puliría en sus obras. Borges regresó a Buenos Aires a comienzos de los años veinte, y fundó varias revistas literarias y filosóficas. Cambió su modo de escribir y se enfrascó en un cierto regionalismo relacionado con los suburbios de su ciudad. Incluso compuso tangos y milongas, a los que trató de eliminar lo que él llamaba la “insoportable sensiblería de sus letras”. Luego se inclinó a especular con lo fantástico, y así escribió Historia universal de la infamia (1935) –colección de cuentos basados en criminales reales–, Ficciones (1944) y El aleph (1949). Siempre cuentos y nunca novelas, porque, según decía, no valía la pena tanto tiempo y esfuerzo en una historia que fácilmente se podía contar en unas cuantas páginas. SENDEROS QUE SE BIFURCAN. Para cuando Borges escribió sus obras más importantes, lo hizo casi ciego: desde los 30 años ya había comenzado a perder la visión, por lo que incluso tuvo graves accidentes. Borges recordaría esos años como “un lento crepúsculo que duró más de medio siglo”. Aun así, se las arregló para seguir escribiendo y empaparse en otros libros: se las hacía leer en voz alta. Su ceguera congénita tampoco le prohibió trabajar en la Biblioteca Nacional de su país. Sin embargo, su constante rechazo a Perón le cambió la vida: el gobierno lo degradó al cargo de “inspector de aves de corral y mercados’, mientras que su madre y hermana eran acosadas por la Policía. Imposibilitado de seguir trabajando como antes, Borges tuvo que convertirse en profesor y conferencista itinerante por todo el continente, logrando superar –no sin ayuda médica– su más grande terror: hablar ante los demás. UTOPÍA DE UN HOMBRE CANSADO. Famoso ya por su producción –en 1951 publicó La muerte y la brújula y, en 1975, El libro de arena–, Borges viajó por todo el mundo y se convirtió en un reconocido catedrático en Europa. Tanta era su fama, que desde 1970 figuraba como favorito para ganar el Premio Nobel de Literatura. Pero la Academia Sueca pareció olvidarse de su existencia, aun cuando Borges era nominado por años consecutivos: al parecer, fue excluido porque aceptó un premio de manos del dictador Augusto Pinochet. Ya anciano, Borges se estableció en Ginebra, Suiza, y se casó con una ex alumna y secretaria suya: María Kodama. En esa ciudad moriría el autor, en 1986, por un cáncer hepático, y es allí donde está enterrado. Y sería Kodama, su viuda, quien, en el 2009, se opondría a que sus restos sean trasladados a Argentina: los peronistas en el poder –el partido político que le cerró todas las puertas en su momento–, ahora pretendían repatriarlo por intereses políticos. Al final el proyecto se canceló. Sin duda, olvidaron que Borges sigue vivo en sus libros.



lunes, 17 de agosto de 2009

Yo besé a Lisbeth Salander

Cuando vivía en Eskilstuna al oeste de la capital de Suecia, y eso fué antes de rentar un departamento con un compañero de alquiler, un viejo uruguayo testigo de Jehova, mucho antes que esa experiencia mistica, recuerdo que cohabitaba con dos jóvenes, uno era iraníe y el otro un rubio cenizo de estatura baja y enjunco venido de Varsovia; este polaco menudo ya lo venía conociendo desde que radiqué al inicio del invierno sueco del año 1990 en Upplands-Väsby, era un chico buena onda, al que le enseñaba un poco de castellano, y era muy inteligente para recordar la jerga sobre todo peruana, me divertía hacerlo hablar como un limeño tipico, lamentablemente tuvimos que mudarnos por lo que lo dejé de ver por mucho tiempo, pero no fué hasta que esta mañana al leer el diario mientras desayunaba, un artículo de la columna de Jaime Bayly, que me hiso recordarlo de manera reconfortante, a pesar que el polaco fumaba como chino en quiebra, (una de las razones por las que me mudé de departamento), aún así recuerdo las largas caminatas por las calles viejas pero hermosas de Estocolmo, y como en efecto Jaime describe con los nombres largísimos de sus calles, yo recuerdo haber paseado con mi amigo y sus cigarrillos por esos parques y hasta haberme sentado en esas mismas bancas públicas, pero eso sí fue en verano, porque en invierno escandinavo difícil que hubiera podido salir a pasear como soliamos hacerlo acostumbrado a recrear la vista por los parques y sobre todo al sentarse en una banca pública en pleno invierno; era cosa nada agradable para mis posaderas latinas, por el intenso frio que este hombre de tropico pudiera soportar. Y por el recuerdo de mi amigo Polaco, les dejo a continuación el artículo en mención que me hiso evocarlo con una placentera sonrisa amical y la sensación del humo de sus cigarros rusos:
Yo besé a Lisbeth Salander
Llegando a Estocolmo, mi amiga danesa Stella Wilde (ningún parentesco con Oscar) se quejó de que el hotel Berns (donde tocó recientemente Mika) apestaba a basura y el baño de su habitación (porque ella había pedido una habitación separada de la mía, pues no toleraba verme dormir con zapatos ni mis ronquidos pedregosos) olía a cloaca, a alcantarilla, a antigua mierda sueca. Stella Wilde era muy refinada y por eso era justo complacer sin más sus caprichos. Dejé mis cosas en la habitación del Berns (que era un hotel viejo, que olía a viejo, que olía a basura porque habíamos tenido la mala suerte de llegar precisamente en el momento en el que el camión de basura estaba recogiendo los desperdicios del hotel, y que indudablemente apestaba a cloaca en los baños, pero eso no me disgustaba o no me disgustaba del todo, pues lo impregnaba de una cierta sordidez humana que nos recordaba que solo estábamos de paso) y llevé a mi amiga Stella al hotel que ella conocía en Estocolmo, el Grand. Era un hotel majestuoso, señorial, el hotel donde se alojaban los ganadores de los premios Nobel. Pedimos una habitación para ella, pero estaban todas ocupadas por señores que parecían de alguna realeza en el exilio y caminaban con sombrero y bastón, como salidos de “Muerte en Venecia”, así que nos resignamos a tomar el té en la biblioteca y le pedí a Stella que me hiciera una foto porque sabía que nunca me la haría con el Nobel, como quizá se la hicieron en esa biblioteca Gabo y Paz (y espero que se la haga Vargas Llosa). El azar, ese dios veleidoso que guía nuestros pasos, nos llevó, de camino al National Museum, a un hotel recientemente inaugurado, el Lydmar, en la misma calle del Grand, una calle de un nombre tan largo, Södra Blasieholmshamnen, que me sorprende haber vencido la pereza y conseguido escribirlo. El Lydmar era un palacete modernista, el refugio barroco de los ricos y famosos, una mansión donde todo lucía bello e inmaculado, al punto que me sentía un intruso, una mancha hedionda, y temía que alguien me expulsara a patadas de allí, pero por suerte me escondía detrás de Stella Wilde, quien capturaba las miradas de hombres y mujeres. Los empleados del hotel vestían de negro y eran todos absolutamente deseables y a todos les hubiera requerido alguna forma innoble de amor sin preguntarles su nombre y pagando si fuera el caso. Todos los muebles, candelabros, libros y cuadros del Lydmar me los hubiera robado para la casa en la que siempre soñé vivir y en la que nunca viviré (porque tal vez un escritor nunca consigue vivir donde quisiera vivir y vive a duras penas en sus libros). Stella Wilde se instaló con aire lánguido y ausente en una suite del Lydmar que no era precisamente barata (cinco mil coronas la noche), pero ella sabía que su belleza era tal que no tenía precio (o, como se dice con cierta ordinariez, que se trataba de una mujer de alto mantenimiento) y que nada de lo que yo gastase por contemplarla (y, si tenía suerte, por rozarla) compensaría el incalculable deleite que me procuraba su sola presencia, la aventurera decisión que había tomado en un bar de Copenhague: la de viajar conmigo, un extraño, un peruano, un hombre gordo con boina y el hígado estragado, a caminar las calles de Estocolmo, que ella se jactaba de conocer. En efecto, comprobé que me asistía una guía de lujo. Me llevó a la isla sureña de Södermalm y me hizo fotos en el departamento modesto donde vivió Lisbeth Salander (el que luego cedió a su amiga lesbiana Mimi) en la calle Lundagatan, y en el departamento lujoso que compró Lisbeth, en las alturas de la calle Fiskargatan, tras saquear cibernéticamente las cuentas de un magnate inescrupuloso y hacerse muy rica, desde las cuales se alcanzaban a ver al National Museum y el Lydmar, al otro lado del remanso de agua báltica del lago Mälarem, y frente al edificio de la calle Bellsmangatan 1, donde vivió el periodista Mikael Blomkvist. Fue un momento emocionante para mí y creo que para ella también, pues ambos habíamos leído, hechizados, raptados por el vértigo perverso de su prosa, la trilogía de Stieg Larsson, y nos resistíamos a creer que Lisbeth Salander era una criatura ficticia y, todavía aturdidos por el poder persuasivo de esas novelas, estábamos seguros de que ella existió y vivió en ese edificio gris de Lundagatan y luego se mudó a ese otro edificio de Fisgartan y nadie en el mundo nos convencería de que Stieg Larsson se inventó todo y Lisbeth fue solo una mujer que él imaginó en sus últimos días delirantes y ermitaños, envuelto en una nube de tabaco que le costó la vida. Mi amiga Stella me llevó al edificio de la revista donde murió Larsson (o donde le dio un infarto, pues acabó de morir en una ambulancia, camino al hospital).Aquel día funesto de 2004 era la una de la tarde, Larsson había terminado su trilogía desmesurada y genial, fue a trabajar a la revista, apretó el botón del ascensor, no funcionaba (el azar, siempre el azar), subió por las escaleras hasta el séptimo piso y poco después le sobrevino un infarto.Tenía cincuenta años, fumaba mucho (dicen que dos cajetillas diarias) y no dejó escrito un testamento. Su trilogía ha vendido más de veinte millones de ejemplares en distintos idiomas; no es fácil encontrar a un sueco que no haya leído al menos una de las tres novelas de “Millennium”. La mujer de Larsson, Eva Gabrielsson, con la que nunca se casó (seguramente para preservar el amor), no ha podido heredar una sola corona de las cuantiosas regalías. Como Larsson cometió el descuido de no dejar testamento, los herederos de la vasta fortuna que sus libros han dejado terminaron siendo (el azar, de nuevo el azar) su padre Erland y su hermano Joakim, con quienes tenía una mala relación (como era de suponer en un buen escritor).Nunca había viajado a una ciudad imantado por el poder magnético de un escritor. Vine a Estocolmo por culpa de Larsson o gracias a Larsson. En los bares de lesbianas de Södermalm, creía ver a Lisbeth Salander (muy flaca, musculosa, tatuada, ágil y astuta como un gato). En los cafés refinados de Östermalm, creía ver al tutor depravado de Lisbeth, ese sátiro que abusó de ella. En los parques apacibles y floreados de Södermalm, o en el bar bohemio del hotel Rival, creía ver a Mikael tomándose una cerveza, tratando de desenredar la maraña infinita en la que, a riesgo de su vida, su vocación de justiciero lo había metido. No era yo el único forastero que caminaba aquellas calles buscando las casas donde vivieron Lisbeth y Mikael. De vez en cuando, me cruzaba con gente solitaria, extraviada, poseída por la misma enfermedad, sedada o excitada por el mismo poder febril de las palabras de un escritor, y les decía qué calles debían recorrer para llegar al lugar donde nuestra heroína se escondía de Todo lo Malo. Uno de los taxistas se rio de mí y me dijo: Pero esa chica no existió, nunca vivió allí, todo es mentira, es solo una novela. Yo le dije: se equivoca, señor, Lisbeth Salander existió, vive aún y es mi amiga. El taxista me miró con una mezcla de incredulidad y desdén y decidió que no le convenía conversar con chiflados que venían desde tan lejos a buscar fantasmas que solo habitaban en los libros de un sueco ya muerto. Después de visitar los lugares más memorables de las novelas de Larsson y hacernos fotos en ellos y hacerles fotos a otros adictos a sus novelas (por lo general, gente taciturna, melancólica, de países inverosímiles, como Islandia o Polonia), nos resignamos a visitar los museos, el National, el de Arte Moderno, el Vasa, que exhibe una balsa vikinga que se hundió siglos atrás y fue reflotada, pero ningún cuadro de Picasso o Gauguin, ninguna escultura de Rodin, ningún vestigio de la vida y la historia escandinavas, incluyendo sus palacios reales y sus guardias vestidos de azul, nos conmovió tanto como el edificio de Lundagatan 47 (un modesto edificio gris en una calle empinada, en los extramuros de lo que antes era un barrio obrero), o el edificio añoso pero bien conservado, arriba de la colina de Mosebacke, en Fiskargatan 9 (donde imaginé a Lisbeth gastando las millones de coronas suecas que había robado cibernéticamente a un hampón de alta sociedad y que había escondido en una cuenta de un banco en Gibraltar), o el edificio barroco de la calle Bellmansgatan 1, donde Mikael Blomkvist amaba a varias mujeres, comía sánguches de queso y se devanaba los sesos tratando de zafarse de la telaraña en la que, buscando una verdad esquiva, tratando de hacer justicia, se enredaba más y más. Ningún escritor me había secuestrado tan poderosamente como Stieg Larsson. Ningún escritor me había humillado tanto como él (pues leyéndolo comprendí la insignificancia de mis libros). Ningún escritor me había dopado al punto de obligarme a viajar al país donde ocurrían sus ficciones para sentirme en cierto modo parte de ellas o para sentir que esas ficciones no eran del todo falsas, que había en ellas un punto de verdad, una realidad que solo sus lectores más leales podíamos hallar. Por eso vine a Estocolmo, no para comprar ropa ni para hacerme un corte de pelo vanguardista (es curioso cómo les gusta a los suecos jugar con su pelo) ni para recorrer palacios y museos. Vine para agradecerle a Larsson, ya tarde, los viajes alucinados a los que me arrojó de bruces con sus ficciones, para agradecerle por el efecto narcótico, adictivo, que sus libros operaron en mí, para encontrar a Lisbeth Salander en alguna madriguera o escondrijo de Södermalm. Una noche, saliendo del bar del hotel Rival (cuyo propietario, Benny Andersson, fue cantante del grupo Abba), caminé un par de calles y me metí a un Seven Eleven (es notable la cantidad de Seven Elevens que hay en Estocolmo) y estuve seguro de que esa mujer flaca, de pelo negro, muy corto, con los brazos musculosos, tatuados, sin maquillaje, con ojos felinos, asustadizos, era ella, Lisbeth Salander. Era idéntica a la actriz sueca que daba vida a Lisbeth en la primera película de la trilogía que había visto en un cine de Madrid (“Los hombres que no amaban a las mujeres”, que, según mi amiga Stella Wilde, debería llamarse, en rigor, “Los hombres que odiaban a las mujeres”), era exactamente como la Lisbeth que me había imaginado leyendo las novelas de Larsson. Estaba sola, comiendo un plátano y mirando a todos de soslayo, como si estuviera a punto de salir corriendo, huyendo de algún enemigo gigante y desalmado que quería matarla. Me acerqué a ella y le pregunté si era Lisbeth. Me dijo en inglés que ella estaba dispuesta a ser quien yo quería que fuese, siempre que le comprase chocolates. Le pregunté si podíamos sentarnos en el parque Mariatorget. Me dijo que primero tenía que comprarle una Coca-Cola, un dounut y tres chocolates Snickers en miniatura. No dudé en complacerla. Por suerte mi amiga Stella Wilde dormía en el Lydmar, sedada por mis pastillas. Caminamos al parque, nos sentamos en una banca, comió los tres Snickers en miniatura sin invitarme ninguno (yo sabía que Lisbeth era egoísta al punto de rozar la crueldad) y luego, sin decirme nada, me besó. Fue un beso largo, violento, desesperado, un beso que era el primero y sin duda también el último. Me mordió los labios, dejándome un sabor a sangre. Luego se fue deprisa, sin voltear a mirarme. Estoy seguro de que era Lisbeth Salander. Estoy seguro de que Stieg Larsson no se la inventó, de que ella aún está viva y de que yo la besé una noche de agosto en un parque Mariatorget de Södermalm, a las tres y media de la mañana.


Autor: Jaime Bayly.

sábado, 8 de agosto de 2009

"hay muchas ovejas fuera de la Iglesia, y mucho lobos dentro" - Juan Calvino


Teología, finanzas y secretismo son los puntos de referencia de la más conocida y poderosa organización de la Iglesia de Roma, el Opus Dei, tal como se la llama en España, está considerada una suerte de poderosísima "masonería eclesiástica" con sus aproximadamente ochenta mil miembros (hombres y mujeres). Fundado en 1928 por iniciativa del sacerdote José María Escrivá de Balaguer, el Opus Dei cuenta con aproximadamente mil quinientos sacerdotes que desarrollan su actividad en unos cincuenta países y dispone de sedes, comunidades, organismos y universidades (dos de ellas en Roma) en todos los continentes. El vínculo entre esta riquísima y poderosísima institución y el Papa es tan estrecho que Juan Pablo II, después del atentado sufrido en 1981, la elevó a la dignidad de "prelatura personal", convirtiéndola enuna diócesis mundial con su correspondiente prelado (el actual es el obispo Javier Echevarría). A la Obra pertenecen nombres muy conocidos de la jerarquía eclesiástica, empezando por el propio portavoz del Pontífice, Joaquín Navarro-Valls. Una norma interna establece que los miembros del Opus Dei "tienen que guardar siempre un prudente silencio acerca de los nombres de otros miembros. Y no les está permitido revelar a nadie su pertenencia al Opus Dei, ni siquiera en caso del abandono de la institución.
El inglés David Yallop ha descrito de la siguiente manera el Opus Dei:
"Es una organización católico-romana de alcance internacional. Aunque el número de sus miembros es relativamente bajo, su influencia es enorme. Es una sociedad secreta y, como tal, severamente prohibida por la Iglesia. El Opus Dei niega ser una fraternidad secreta, pero se resiste a dar a conocer la lista de sus miembros. Representa el ala de extrema derecha de la Iglesia católica, una posición política que le ha granjeado tantos enemigos como simpatizantes. Sólo un pequeño número de sus miembros está integrado por eclsiásticos, los demás son seglares de ambos sexos. El Opus Dei trata de captar sobre todo a personas de rango superior, incluidos estudiantes y universitarios que aspiran a puestos de mando. John Roche, lector de la Universidad de Oxford y exmiembro del Opus Dei, lo describe como "INQUIETANTE, ESOTÉRICO Y ORWELLIANO" Posee una enorme riqueza económica. El propietario de la gran multinacional española (RUMASA) José María Ruiz Mateos, conocido en Italia como el hombre más rico de España, es miembro del Opus y le ha aportado ingerentes sumas de dinero; una considerable parte de este dinero procede de negocios ilegales con el banquero masón Roberto Calvi tanto en España como en Argentina. Contribuyente de la logia masónica P2 y miembro del Opus Dei; ¿Será éste un ejemplo de que los caminos del Señor son inescrutables?".

lunes, 3 de agosto de 2009

“El dinero del diablo”

PAPA PIO XI

Benito Amilcare Andrea Mussolini
El esplendor del Vaticano
LA OBRA DEL ESCRITOR MEXICANO SE CENTRA EN LA CONTROVERTIDA FIGURA DEL PAPA PÍO XII Y SE SITÚA EN LA LÍNEA DE UMBERTO ECO, NO EN LA DE DAN BROWN

La novela fue en su búsqueda: Pedro Ángel Palou estaba investigando para su próxima obra sobre el cristianismo primitivo tras la muerte de Jesús, cuando encuentra en los archivos del Vaticano una esquela firmada por Eugène Tisserant, cardenal importantísimo hacia 1930 y director del archivo secreto del Vaticano en la época de Pío XII. Es en ese momento cuando este integrante de la Generación del Crack mexicano empieza a centrarse en la figura de Pío XII: “Él fue decisivo para que el Vaticano firmara el concordato con Mussolini y luego el concordato con Hitler”. Una vez en el poder —según este historiador que en la preparatoria pensó en ser jesuita— el Vaticano recibiría parte de los impuestos de los católicos alemanes e iba a recuperar su esplendor perdido en esa época.
“El dinero del diablo”, obra finalista del Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta Casamérica 2009, sigue esas pistas bajo la novela policial y una estructura a contrapunto dividida en capítulos: se mezcla la creación con lo que el autor llama la ficción documental, donde no hay invención, y que ocurre entre 1929 y 1939.
¿Ese hallazgo fue la semilla de la novela?
Me entero de que Tisserant tenía un diario secreto que lo guardaba en una caja de seguridad de Basilea, en Suiza, luego se lo deja en herencia a un sobrino y este lo vende a una universidad estadounidense. Y que ese famoso primer texto que hablaba de un asesinato en realidad trataba de esclarecer lo que en el diario está bastante explícito: que el director del Instituto de las Órdenes Religiosas, lo que llamamos mal el Banco del Vaticano, Bernardino Nogara, y el secretario de Estado, Eugenio Pacelli, que se convertiría después en Pío XII, urdieron junto con Mussolini la muerte de Achille Ratti, Pío XI. Fue a tal grado que le cambiaron el doctor, y las últimas semanas de Ratti las vivió cerca de un cardiólogo poco conocido, pero hermano de Clara Petacci, la vieja y antigua amante de Mussolini. Nada más fue seguir jalando el hilo.
El libro es una historia policial, pero en su construcción hay todo un trabajo de detective. Claro, en medio de la investigación encuentro junto con otros investigadores de Harvard una renuencia a seguir abriendo los archivos de Pacelli. Se desclasificarán en el 2014. En ese momento me doy cuenta de que, más que una novela histórica, tengo una novela que puedo actualizar.
En el Vaticano que usted describe impera la pobreza. Sí, en una absoluta pobreza. Es un Papa no solo empobrecido, sino que era el tercero que había decidido no salir al balcón a dar la bendición, que se sentía prisionero del propio Vaticano. Resulta bastante anacrónico y paradójico pensar en un Vaticano empobrecido. Estaba en un momento muy duro, de la gran lucha contra lo que el papa Pío XI llamaba el comunismo ateo, con el ascenso de Stalin, y no tenía medios para hacerse cargo de la reconversión. Hay una cosa medio ideológica en él de recuperar Rusia.
Es en ese contexto donde surge la figura de Pío XII, que —según usted— gracias a él Hitler llega al poder a cambio de fondos para el Vaticano. La gran diferencia entre Pío XI y Pío XII es ideológica. En el primero hay una convicción ideológica y en Pío XII hay pura misión: devolverle al Vaticano su esplendor perdido. Por eso Pío XI hace todo lo posible por recuperar la historia, pero es ya muy tarde. Entonces necesita a un pragmático, que es Pacelli, y él necesita a un pragmático más y se trae al director del Deutsche Bank, a un judío converso tan terrible en la historia del Vaticano, pero tan interesante como Bernardino Nogara, el creador finalmente de ese emporio que es hoy el Vaticano.
Eugenio Pacelli, que se convertiría después en Pío XII
La otra historia

Algunos hechos históricos de las actividades de Pio XII han dado pie a cuestionar su proceder ante el clímax antisemita contemporáneo. La más aguda critica fue elaborada por el escritor católico británico John Cornwell en su libro El Papa de Hitler, investigación biográfica sobre la vida de Pío XII, basada en archivos extraídos del Vaticano. En dicha biografía Cornwell mostró al papa como un antisemita, concluyendo en la participación directa de la Iglesia en ambas guerras mundiales, explicando así las razones que motivaron el silencio de la Santa Sede ante el genocidio de millones de judíos, gitanos, homosexuales y transexuales durante la segunda guerra mundial y la solución final de Hitler y su ejército nazi; así mismo acusó a Pacelli de dirigir la redacción del texto Humani Generis Unitas (La unión de las razas humanas), texto descubierto años después de su muerte. «Los judíos eran responsables de su destino, Dios los había elegido, pero ellos negaron y mataron a Cristo. Y cegados por su sueño de triunfo mundial y éxito materialista se merecían la ruina material y espiritual que se habían echado sobre sí mismos», citaba dicho texto según escribe Cornwell.
En el año 2004, Cornwell se retractó de lo dicho en aquella obra reconociendo que «Pío XII tenía tan poca libertad de acción en la Roma bajo el talón de Mussolini y más tarde ocupada por los alemanes, que es imposible juzgar los motivos de su silencio». Esto tras reconocer que su error se debió a una «valoración» de pruebas sacadas a la luz después de la obra. Entre ellas se encuentra un estudio llamado El Holocausto en Eslovaquia y la Iglesia Católica, donde la historiadora hebrea
Anna Foa, experta en el Holocausto, calcula que se rescataron unas 35 mil personas gracias a la labor de Pío XII.
Pedro Angel Palou García es un escritor mexicano nacido en la ciudad de Puebla en 1966, hijo del escritor mexicano del mismo nombre, Pedro Angel Palou Pérez. Es autor de novelas, ensayos literarios, crónicas históricas, y se le reconoce como miembro de la "generación del crack", junto con Ignacio Padilla y Jorge Volpi. De formación literaria, ha sido funcionario público, funcionario académico, profesor universitario, investigador, editor, promotor cultural, chef, árbitro de fútbol. Tras su paso por el cargo de Secretario de Cultura del Gobierno del Estado de Puebla con los gobernadores Melquíades Morales Flores (1999-2005), fue rector (2005 - 2007) de una de las instituciones de educación superior más reconocidas de México: la Universidad de las Américas Puebla (UDLA-P), Actualmente es investigador del Centro de Estudios de lo Actual y lo Cotidiano (Sorbona, París). Actualmente tiene la columna Knock Out de la revisa latinoamericana Poder y Negocios.