David Alonso De la Cruz

lunes, 17 de agosto de 2009

Yo besé a Lisbeth Salander

Cuando vivía en Eskilstuna al oeste de la capital de Suecia, y eso fué antes de rentar un departamento con un compañero de alquiler, un viejo uruguayo testigo de Jehova, mucho antes que esa experiencia mistica, recuerdo que cohabitaba con dos jóvenes, uno era iraníe y el otro un rubio cenizo de estatura baja y enjunco venido de Varsovia; este polaco menudo ya lo venía conociendo desde que radiqué al inicio del invierno sueco del año 1990 en Upplands-Väsby, era un chico buena onda, al que le enseñaba un poco de castellano, y era muy inteligente para recordar la jerga sobre todo peruana, me divertía hacerlo hablar como un limeño tipico, lamentablemente tuvimos que mudarnos por lo que lo dejé de ver por mucho tiempo, pero no fué hasta que esta mañana al leer el diario mientras desayunaba, un artículo de la columna de Jaime Bayly, que me hiso recordarlo de manera reconfortante, a pesar que el polaco fumaba como chino en quiebra, (una de las razones por las que me mudé de departamento), aún así recuerdo las largas caminatas por las calles viejas pero hermosas de Estocolmo, y como en efecto Jaime describe con los nombres largísimos de sus calles, yo recuerdo haber paseado con mi amigo y sus cigarrillos por esos parques y hasta haberme sentado en esas mismas bancas públicas, pero eso sí fue en verano, porque en invierno escandinavo difícil que hubiera podido salir a pasear como soliamos hacerlo acostumbrado a recrear la vista por los parques y sobre todo al sentarse en una banca pública en pleno invierno; era cosa nada agradable para mis posaderas latinas, por el intenso frio que este hombre de tropico pudiera soportar. Y por el recuerdo de mi amigo Polaco, les dejo a continuación el artículo en mención que me hiso evocarlo con una placentera sonrisa amical y la sensación del humo de sus cigarros rusos:
Yo besé a Lisbeth Salander
Llegando a Estocolmo, mi amiga danesa Stella Wilde (ningún parentesco con Oscar) se quejó de que el hotel Berns (donde tocó recientemente Mika) apestaba a basura y el baño de su habitación (porque ella había pedido una habitación separada de la mía, pues no toleraba verme dormir con zapatos ni mis ronquidos pedregosos) olía a cloaca, a alcantarilla, a antigua mierda sueca. Stella Wilde era muy refinada y por eso era justo complacer sin más sus caprichos. Dejé mis cosas en la habitación del Berns (que era un hotel viejo, que olía a viejo, que olía a basura porque habíamos tenido la mala suerte de llegar precisamente en el momento en el que el camión de basura estaba recogiendo los desperdicios del hotel, y que indudablemente apestaba a cloaca en los baños, pero eso no me disgustaba o no me disgustaba del todo, pues lo impregnaba de una cierta sordidez humana que nos recordaba que solo estábamos de paso) y llevé a mi amiga Stella al hotel que ella conocía en Estocolmo, el Grand. Era un hotel majestuoso, señorial, el hotel donde se alojaban los ganadores de los premios Nobel. Pedimos una habitación para ella, pero estaban todas ocupadas por señores que parecían de alguna realeza en el exilio y caminaban con sombrero y bastón, como salidos de “Muerte en Venecia”, así que nos resignamos a tomar el té en la biblioteca y le pedí a Stella que me hiciera una foto porque sabía que nunca me la haría con el Nobel, como quizá se la hicieron en esa biblioteca Gabo y Paz (y espero que se la haga Vargas Llosa). El azar, ese dios veleidoso que guía nuestros pasos, nos llevó, de camino al National Museum, a un hotel recientemente inaugurado, el Lydmar, en la misma calle del Grand, una calle de un nombre tan largo, Södra Blasieholmshamnen, que me sorprende haber vencido la pereza y conseguido escribirlo. El Lydmar era un palacete modernista, el refugio barroco de los ricos y famosos, una mansión donde todo lucía bello e inmaculado, al punto que me sentía un intruso, una mancha hedionda, y temía que alguien me expulsara a patadas de allí, pero por suerte me escondía detrás de Stella Wilde, quien capturaba las miradas de hombres y mujeres. Los empleados del hotel vestían de negro y eran todos absolutamente deseables y a todos les hubiera requerido alguna forma innoble de amor sin preguntarles su nombre y pagando si fuera el caso. Todos los muebles, candelabros, libros y cuadros del Lydmar me los hubiera robado para la casa en la que siempre soñé vivir y en la que nunca viviré (porque tal vez un escritor nunca consigue vivir donde quisiera vivir y vive a duras penas en sus libros). Stella Wilde se instaló con aire lánguido y ausente en una suite del Lydmar que no era precisamente barata (cinco mil coronas la noche), pero ella sabía que su belleza era tal que no tenía precio (o, como se dice con cierta ordinariez, que se trataba de una mujer de alto mantenimiento) y que nada de lo que yo gastase por contemplarla (y, si tenía suerte, por rozarla) compensaría el incalculable deleite que me procuraba su sola presencia, la aventurera decisión que había tomado en un bar de Copenhague: la de viajar conmigo, un extraño, un peruano, un hombre gordo con boina y el hígado estragado, a caminar las calles de Estocolmo, que ella se jactaba de conocer. En efecto, comprobé que me asistía una guía de lujo. Me llevó a la isla sureña de Södermalm y me hizo fotos en el departamento modesto donde vivió Lisbeth Salander (el que luego cedió a su amiga lesbiana Mimi) en la calle Lundagatan, y en el departamento lujoso que compró Lisbeth, en las alturas de la calle Fiskargatan, tras saquear cibernéticamente las cuentas de un magnate inescrupuloso y hacerse muy rica, desde las cuales se alcanzaban a ver al National Museum y el Lydmar, al otro lado del remanso de agua báltica del lago Mälarem, y frente al edificio de la calle Bellsmangatan 1, donde vivió el periodista Mikael Blomkvist. Fue un momento emocionante para mí y creo que para ella también, pues ambos habíamos leído, hechizados, raptados por el vértigo perverso de su prosa, la trilogía de Stieg Larsson, y nos resistíamos a creer que Lisbeth Salander era una criatura ficticia y, todavía aturdidos por el poder persuasivo de esas novelas, estábamos seguros de que ella existió y vivió en ese edificio gris de Lundagatan y luego se mudó a ese otro edificio de Fisgartan y nadie en el mundo nos convencería de que Stieg Larsson se inventó todo y Lisbeth fue solo una mujer que él imaginó en sus últimos días delirantes y ermitaños, envuelto en una nube de tabaco que le costó la vida. Mi amiga Stella me llevó al edificio de la revista donde murió Larsson (o donde le dio un infarto, pues acabó de morir en una ambulancia, camino al hospital).Aquel día funesto de 2004 era la una de la tarde, Larsson había terminado su trilogía desmesurada y genial, fue a trabajar a la revista, apretó el botón del ascensor, no funcionaba (el azar, siempre el azar), subió por las escaleras hasta el séptimo piso y poco después le sobrevino un infarto.Tenía cincuenta años, fumaba mucho (dicen que dos cajetillas diarias) y no dejó escrito un testamento. Su trilogía ha vendido más de veinte millones de ejemplares en distintos idiomas; no es fácil encontrar a un sueco que no haya leído al menos una de las tres novelas de “Millennium”. La mujer de Larsson, Eva Gabrielsson, con la que nunca se casó (seguramente para preservar el amor), no ha podido heredar una sola corona de las cuantiosas regalías. Como Larsson cometió el descuido de no dejar testamento, los herederos de la vasta fortuna que sus libros han dejado terminaron siendo (el azar, de nuevo el azar) su padre Erland y su hermano Joakim, con quienes tenía una mala relación (como era de suponer en un buen escritor).Nunca había viajado a una ciudad imantado por el poder magnético de un escritor. Vine a Estocolmo por culpa de Larsson o gracias a Larsson. En los bares de lesbianas de Södermalm, creía ver a Lisbeth Salander (muy flaca, musculosa, tatuada, ágil y astuta como un gato). En los cafés refinados de Östermalm, creía ver al tutor depravado de Lisbeth, ese sátiro que abusó de ella. En los parques apacibles y floreados de Södermalm, o en el bar bohemio del hotel Rival, creía ver a Mikael tomándose una cerveza, tratando de desenredar la maraña infinita en la que, a riesgo de su vida, su vocación de justiciero lo había metido. No era yo el único forastero que caminaba aquellas calles buscando las casas donde vivieron Lisbeth y Mikael. De vez en cuando, me cruzaba con gente solitaria, extraviada, poseída por la misma enfermedad, sedada o excitada por el mismo poder febril de las palabras de un escritor, y les decía qué calles debían recorrer para llegar al lugar donde nuestra heroína se escondía de Todo lo Malo. Uno de los taxistas se rio de mí y me dijo: Pero esa chica no existió, nunca vivió allí, todo es mentira, es solo una novela. Yo le dije: se equivoca, señor, Lisbeth Salander existió, vive aún y es mi amiga. El taxista me miró con una mezcla de incredulidad y desdén y decidió que no le convenía conversar con chiflados que venían desde tan lejos a buscar fantasmas que solo habitaban en los libros de un sueco ya muerto. Después de visitar los lugares más memorables de las novelas de Larsson y hacernos fotos en ellos y hacerles fotos a otros adictos a sus novelas (por lo general, gente taciturna, melancólica, de países inverosímiles, como Islandia o Polonia), nos resignamos a visitar los museos, el National, el de Arte Moderno, el Vasa, que exhibe una balsa vikinga que se hundió siglos atrás y fue reflotada, pero ningún cuadro de Picasso o Gauguin, ninguna escultura de Rodin, ningún vestigio de la vida y la historia escandinavas, incluyendo sus palacios reales y sus guardias vestidos de azul, nos conmovió tanto como el edificio de Lundagatan 47 (un modesto edificio gris en una calle empinada, en los extramuros de lo que antes era un barrio obrero), o el edificio añoso pero bien conservado, arriba de la colina de Mosebacke, en Fiskargatan 9 (donde imaginé a Lisbeth gastando las millones de coronas suecas que había robado cibernéticamente a un hampón de alta sociedad y que había escondido en una cuenta de un banco en Gibraltar), o el edificio barroco de la calle Bellmansgatan 1, donde Mikael Blomkvist amaba a varias mujeres, comía sánguches de queso y se devanaba los sesos tratando de zafarse de la telaraña en la que, buscando una verdad esquiva, tratando de hacer justicia, se enredaba más y más. Ningún escritor me había secuestrado tan poderosamente como Stieg Larsson. Ningún escritor me había humillado tanto como él (pues leyéndolo comprendí la insignificancia de mis libros). Ningún escritor me había dopado al punto de obligarme a viajar al país donde ocurrían sus ficciones para sentirme en cierto modo parte de ellas o para sentir que esas ficciones no eran del todo falsas, que había en ellas un punto de verdad, una realidad que solo sus lectores más leales podíamos hallar. Por eso vine a Estocolmo, no para comprar ropa ni para hacerme un corte de pelo vanguardista (es curioso cómo les gusta a los suecos jugar con su pelo) ni para recorrer palacios y museos. Vine para agradecerle a Larsson, ya tarde, los viajes alucinados a los que me arrojó de bruces con sus ficciones, para agradecerle por el efecto narcótico, adictivo, que sus libros operaron en mí, para encontrar a Lisbeth Salander en alguna madriguera o escondrijo de Södermalm. Una noche, saliendo del bar del hotel Rival (cuyo propietario, Benny Andersson, fue cantante del grupo Abba), caminé un par de calles y me metí a un Seven Eleven (es notable la cantidad de Seven Elevens que hay en Estocolmo) y estuve seguro de que esa mujer flaca, de pelo negro, muy corto, con los brazos musculosos, tatuados, sin maquillaje, con ojos felinos, asustadizos, era ella, Lisbeth Salander. Era idéntica a la actriz sueca que daba vida a Lisbeth en la primera película de la trilogía que había visto en un cine de Madrid (“Los hombres que no amaban a las mujeres”, que, según mi amiga Stella Wilde, debería llamarse, en rigor, “Los hombres que odiaban a las mujeres”), era exactamente como la Lisbeth que me había imaginado leyendo las novelas de Larsson. Estaba sola, comiendo un plátano y mirando a todos de soslayo, como si estuviera a punto de salir corriendo, huyendo de algún enemigo gigante y desalmado que quería matarla. Me acerqué a ella y le pregunté si era Lisbeth. Me dijo en inglés que ella estaba dispuesta a ser quien yo quería que fuese, siempre que le comprase chocolates. Le pregunté si podíamos sentarnos en el parque Mariatorget. Me dijo que primero tenía que comprarle una Coca-Cola, un dounut y tres chocolates Snickers en miniatura. No dudé en complacerla. Por suerte mi amiga Stella Wilde dormía en el Lydmar, sedada por mis pastillas. Caminamos al parque, nos sentamos en una banca, comió los tres Snickers en miniatura sin invitarme ninguno (yo sabía que Lisbeth era egoísta al punto de rozar la crueldad) y luego, sin decirme nada, me besó. Fue un beso largo, violento, desesperado, un beso que era el primero y sin duda también el último. Me mordió los labios, dejándome un sabor a sangre. Luego se fue deprisa, sin voltear a mirarme. Estoy seguro de que era Lisbeth Salander. Estoy seguro de que Stieg Larsson no se la inventó, de que ella aún está viva y de que yo la besé una noche de agosto en un parque Mariatorget de Södermalm, a las tres y media de la mañana.


Autor: Jaime Bayly.

1 comentario:

Guely of Sweden dijo...

Ta que Jaimito estuvo por acá? Qué loco! Ah, Estocolmo! La quiero tanto o más de lo que quería a Lima(que ya debe haber cambiado tanto que ya no es la que fue para mí)