Allí está la casita donde íbamos a ser felices como chanchos
De sólo evocarlo me mojo, como si pronunciara Tu nombre: Cecilia Lorena; Lorena Cecilia. Parece inverosímil imaginar que eras como una apetitosa fruta madura: criada sana y regada de ilusiones en tu infancia, hasta que la desgracia apareció tornada en la aridez de tu hogar, compartido con extraños de cuarta categoría; bien cuidada en apariencia y de vez en cuando sacudida suavemente por la brisa del destino, cuyo próximo soplo había de hacerte precipitar abandonando del todo el árbol de tus ensueños, frustraciones vanas que latían en el pasado perpetuado, angustias convertidas en el evangelio diario de la incertidumbre. Recordando hoy, desde la primera vez que nos vimos. De eso, cuatro años antes de partir a Europa. Conociéndote entre mis venas y nuestras lejanías aparentes; te convertiste en una encarnación de puro privilegio de aparente nostalgia. No me es admisible creerlo aún que por ti había perdido no sólo profesión, familia, épocas, sino también el hábitat conseguido con sangre y pasión allá en el lejano norte escandinavo, donde los gallinazos de tu cielo gris jamás conocerían la dicha de libertad. Naciste para ser amada tan sólo por mí, y créeme que no lo pude creer que me regresé con un par de cosas hasta este terruño desconocido ahora: Tu patria cojuda. Regresé con mi alma en el baúl y con todas las ganas de estrecharte sobre la desnudez de tu dulzura. Vine a buscarte en medio de la inmensidad urbana de esta pocilga Limeña. Ya luego, el osito tuerto de peluche de tu infancia y tú se acostumbraron a verme a diario. ¿Te acuerdas cuando no nos importó la margen de la pedantería social de esta urbe noctámbula y nos amamos en silencio entre la lejanía de dos cipreses, a la entrada de la Alianza Francesa, en tu San Isidro inolvidable? Repentinamente un vago desconsuelo me ahogaba en la nada, y allí estabas tú enseñándome a percibir el entorno ajeno como un extraño amigable sobre este mundo iluso: religión, misticismo, doctrina decadente, ingenuidad, pureza, familia, sentimientos, habían perdido su valor para mí y no me importaba nada ya. Me asqueaba tristemente, hasta que tú, con tu sonrisa de dibujos animados y tu fragancia tierna de niña-mujer, me lo enseñaste todo; a revalorar todo, toditiitito de nuevo, todo, que anteriormente en mi estado de estupor-vergüenza había abandonado su real valor, ya que nada me interesaba por esa amargura desconocida, trastocando mis emociones reales. Pero allí estaban tus besos frescos matinales, suicidando el oscuro pasado; tus hermosos despertares de cada día borrando las soledades aparentes de tu adolescencia perturbada; tu manera de guiar mi mano para que acariciara tu clítoris húmedo ya por la fragancia del alba extasiada; y recordando agradecido el gesto tierno de haberme enviado dentro de una cajita de fósforos al sol latino, como para que alumbrara mis noches largamente gélidas, cuando lejos de ti intentaba calentarme en recuerdos. Ahora, la firmeza de tu firme vientre sirviéndome de almohada para que descansen las ansias de querer ser amada lo más pronto posible, y así suavizar tus sueños de claro de luna, allí, metida en medio de la nada y del todo a la vez, dejándote acariciar toda entre cinco retratos nuestros, mientras la herida que se abría, sin cicatrizar por culpa de tu progenitora, y así sin cerrar, ajena a tu cuerpo, consagrándola en Eucaristía para nuestro privilegiado amor. ¿Y te acuerdas cuando un domingo de otoño, bajo la menuda lluvia de la ducha decidiste unirte a mí para siempre y hasta el final de nuestras vidas?, ¿Lo recuerdas? Cuando mandamos esas palomas con nuestro mensaje hasta el otro lado del mundo, dando la nueva buena a la única parejita que a bien nos tenía: el francesito aquel con su tarapotina de origen italiana, que juntos eran cómplices de todo nuestro inmaculado querer eterno, porque se los conté todo lo nuestro - incluyendo nuestras corridas cargadas de amor intenso -. ¿Recuerdas que se los mencioné en esas cartas profanas que firmamos con sangre de primera vez? Tú me enseñaste a arrancarme la careta de la vanidad; Dios mío – pensaba - ¿Por qué nos amábamos tanto?... En un arrebato de felicidad, posterior a esa mañana fresca de otoño y de compromiso y dicha, fui corriendo y saqué dinero de mi cuenta y te compré en una, esa casita - ¿Recordarías toda la dicha al verla frente a ti, de nuevo? -; aquélla por la cual suspiraste hondamente, y que ahora era toda tuya, y volvería a ver ese brillo peculiar en tus ojos radiantes y felices, al verla en Huachipa, yo sí recuerdo bien aquella tarde, porque aún llevo impregnado tu dicha que trajo esa nostalgia de anhelar vivir en esa casita de Huachipa, lejos de tu pasado calamitoso; casita rústicamente acogedora. – Iba a ser el segundo regalo más grande que podía darte, pues el primero era mi amor que te profesaba, aun en medio de todos esos juegos perversos del infierno que solías manifestarme - La pequeña casita de madera con techos de tejas y pórtico Bodense; la casita donde íbamos a ser felices como chanchos: Radiante tú, llenándola con tus cositas, libros, recortes de las secciones culturales de diarios y revistas cuantos caían en tus manos, en un afán de conservarlos como tesoro, loca por absorber cultura, tu ropita de Barbie, tu dignidad y tus compact disks de Mendelssohn, Mozart y Chaikovski; y yo, decorándola como para no perder el gusto escandinavo. Tú, tocando por las tardes el piano y yo, tocándote; tú, viviendo para mí imaginando que estamos en medio de un Lago, cuál Lago de los Cisnes; ¡Y a lo lejos la música de Wagner, que nos mojaba de pasión!, tú, compartiendo la comida vegetariana con tus “cómplices amiguitos”: Guy, Yayito, Lucky y Forrest Gump; aquellos gallitos de doble pechuga, sin garbo de caballeros carmelo pero con pasión Irlandesa, a los cuales tú salvaste una navidad de la avícola San Fernando. Yo, en cambio, echando raíces; trabajando con gusto, obviando a los testaferros inútiles de la oligarquía peruana. “Es que tú me acostumbraste.....”, te solía decir con son y en son de broma, como para alentarme y no ceder a la angustia estresante de tu patria querida. Todo, en medio de un valle. Allí en Huachipa jugaríamos a fantasear que estábamos en un bosque Nórdico, espantando a la comadreja voraz de la derrota y del aborto social, y tú, siendo mi caperuza roja, perdida por los alrededores de un gélido lago cercano a una aldea medieval. Íbamos a ser felices como chanchos de no haber sido porque te alcanzó un desconocido hechizo norteño, desconocido aun por Locky. Y en medio de un ataque de locura desacostumbrado, me habías arrojado de mi propio hogar, y hasta de nuestras comodidades fílmicas – porque hasta en eso habías sido mi guía, enseñándome a apreciar el buen cine, el arte del placer visual con sus Oscares y todo, aun en medio de tus depresiones piratas -. La confianza y el respeto se habían trocado repentinamente en gritos e insultos a muerte - ¿dónde quedó tu certeza, tu fe por mí? -. Hasta la más ignominiosa compasión era deseable. “¡Basta ya, acabemos con toda esta falsedad!”, me gritaste posesa aquella mañana de San Valentín. Yo, sin entender nada aún llevaba la confusión corriendo por entre mis venas. Y en medio de la consternación de aquella mañana en que te marchaste, dejando tirado en un rincón tu libro de Charles Baudelaire, “Las flores del mal”, que siempre solías leer como catarsis para reprimir tu autismo emocional, me puse a ver vez tras vez tu película favorita – “ Las noches salvajes”, de Cyril Collard -, que te traje de Oslo, con subtítulos en Noruego – porque yo de francés no entendía ni jota – y que era para que me la tradujeras mientras nos tocábamos con ternura y tesón. Y de recordarlo tan solo; me tocaba como para evadir mi profunda soledad de no olerte. Y a hora que recuerdo aun más detalles, como para trasgredir el desacierto de tu proceder, embrujado por una maldita madre, que supo manejar los hilos en el momento justo de su perversión; pienso en lo mucho que te gustaba jugar con tu imaginación de niña-adulta, cuando solías decirme que te imaginabas viéndote a mi lado en Marcahuasi, caminando por un sendero ascendente en medio de sensuales y dulces Franceses como Cyril Collard – todos con nuestras mochilas desteñidas al hombro- mientras que yo te iba haciendo comparaciones odiosas entre el pobre Perú y la bella Europa. ¡Siempre nos quedará un rinconcito para amarnos: Marcahuasi!, solías decirme. Pero te me fuiste repentinamente de mi vida, sin mediar nada de por medio – simplemente te alejaste tras la fuerte discusión sin sentido – y me dejaste con los crespos hechos y la casita vacía sin estrenar. Y con las ganas de interpretarme irónicamente el Concierto para piano N° 1 de Chaikovski. No sé dónde andarás ahora, ni en dónde estarás oculta en esta tierra desconocida para mí. Vivo pensando cuándo volveré a verte, para salir a buscarte y darte el encuentro a mitad del camino. Sé que son sólo meras suposiciones; aun así, jamás sabrás que una tarde, después del refrigerio en mi oficina, tuve que huir a refugiarme al baño, después de que Luis Javier – tú lo conoces, el amigo de Elleen, ese viejo verde, tremendo mañosón – quiso engatusarme como suelen hacerlo los hormonales machistas típicos de esta sociedad absurda: con suaves palabras de ternura y con voz muy varonil, se ofreció invitarme a trabajar con él, en su bufete privado de Talara. Yo no acepté y me zafé de su deshonestidad empalagadora. Sentí miedo y te extrañé horrores; en la lejanía percibí tu aroma de niña y pensé que oculta estabas abierta de piernas, y que eran tus propias manos las que te tocaban esta vez, tímida y confusa por el error; tanto te evoqué que me tocaba con pasión aferrada a mis pechos hinchados en medio de la complicidad de los muros del toilette. Sí, me masturbé hasta que mi vagina se humedeció de completa satisfacción extrema y mi clítoris del tiempo no pudo seguir más el vaivén de tu exquisito recuerdo, y me quedé quieta y bien corrida de la sed de ti, en el silencio eterno de lo que quedó.
Lima, lunes 16 de febrero de 1998. David Alonso.
El cuento pertenece a un compendio de cuentos que conforman un libro al que titulé "DE CHANCHOS Y CHANCHAS", he seleccionado este cuento corto, y dedicarselo a mi amigo que aparece en la foto, Jaime Nicolas Gamarra. Para él y su novia actual Srta Elsa Seclen, ellos que se lo merecen eso y mucho más.
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