David Alonso De la Cruz

domingo, 7 de junio de 2009

Otro cuento que atrevo publicar aquí a pedido de mis lectores.

Amar no es un delito


- Podrás engañar a cualquiera, menos a tu conciencia.-

“Mientras hablaba en las sombras, le acarició las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y cuando sintió que la tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el camisón de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo: Yo lo sé hacer sola. Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su cuerpo en las tinieblas. Al cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y suelta, pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados e inmóviles, él acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera tocado un nervio vivo........ Entonces él supo que le había doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a coger la mano grande y mullida, y se la cubrió de besitos huérfanos, primero el metacarpo áspero, los largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el jeroglífico de su destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta el pecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. Él le dijo: Es un escapulario. Ella le acarició los vellos del pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco dedos para arrancarlo de raíz. Más fuerte, dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo lastimaba, y después fue su mano la que buscó la mano de él perdida en las tinieblas. Pero él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró de su cuerpo y con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que ella misma hubiera imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo de reírse de su propia locura, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado, conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su determinación pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad minuciosa que alguien menos experto que su esposo hubiera confundido con las caricias. Él apeló a sus últimas fuerzas para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella lo soltó con una gracia infantil, como si lo hubiera tirado en la basura.
- Nunca he podido entender cómo es ese aparato – dijo.
Entonces, él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano por todos los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. Iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: Yo veo mejor con las manos. En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta con la sábana, bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba a parecer más que científico, y dijo en conclusión: Cómo será de feo, que es más feo que lo de las mujeres. Él estuvo de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la gana. Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de menosprecio.
......... Al amanecer, cuando se durmieron, ella seguía siendo virgen, pero no habría de serlo por mucho tiempo. La noche siguiente, en efecto, después de que él le enseñó a bailar los valses de Viena bajo el cielo sideral del Caribe, él tuvo que ir al baño después que ella, y cuando regresó al camarote la encontró esperándola desnuda en la cama. Entonces fue ella quien tomó la iniciativa, y se le entregó sin miedo, sin dolor, con la alegría de una aventura de alta mar, y sin más vestigios de ceremonia sangrienta que la rosa del honor en la sábana. Ambos lo hicieron bien, casi como un milagro, y siguieron haciéndolo bien de noche y de día y cada vez mejor en el resto del viaje, y cuando llegaron a La Rochelle se entendía como amantes antiguos.”


De repente un ensordecedor chillido de neumáticos sobre el asfalto de la avenida La Marina, lo desencajo de la lectura del libro de García Márquez. Con la premura de la frenada, con las justas tuvo tiempo de ver por el parabrisas delantero quebrado del conductor que ya hacía rato manejaba raudo por toda la venida como loco conductor sicópata, hasta que los imprudentes peatones pugnaban por cruzar esa parte de la avenida del centro comercial en San Miguel, lo cogió infraganti y temerario. Sin embargo, fue la oportuna intervención de un joven con su perro blanco como la nieve que le salvó de ser atropellado a un distraído pero bien confiado turista, el viejo barbudo y larguirucho extranjero se cayó encima de una asustadiza peatona que al gritar de susto, todas sus cosas se desparramaron sobre la pista central, en su nerviosismo y agradecimiento al joven héroe, no se dieron cuenta del caos y confusión ambos cogieron diferentes bolsos que tenían la misma tonalidad de color oscuro, contra lo que pensaba, se marcharon cada uno por su lado, ya que aún seguía el atolladero de buses en ese crucero del centro comercial.
Él que durante su permanencia en Europa, y estando poco tiempo en París siguiendo de manera paralela su entusiasmo por la literatura latinoamericana, a su regreso a Lima, opto por un cachuelo que le consiguió un viejo amigo, en la Alianza Francesa, y ahí se dirigía él con sus manojos de libros y leyendo la narración de la obra de Gabo. Hasta el momento de aquél accidente que menos mal no acabo en desgracia por la valentía de aquel joven con su bello ejemplar canino.
Ese jueves, sin embargo le dejaría marcado de por vida.
El verano se precipitó aquella tarde repentinamente. Hacia buen tiempo que dictaba clases de literatura clásica en la Alianza francesa. Ese día a la salida del local, la tarde tibia y sosegadamente insospechada le había hecho sacarse la corbata. Ya había recorrido un buen trecho de su taciturna caminata diaria por la avenida Arequipa, llevando consigo anotaciones y los ensayos de sus alumnos. A pesar del tranquilo sentimiento húmedo que abigarraba el recuerdo de la imagen clara de Gabriella recitando los poemas de Borges. Aquella tarde en que el verano abrazó las parduscas calles de Lima, tuvo que caminar el resto del trecho que faltaba para coger su colectivo que le llevara de regreso a casa por la avenida La marina. Llevaba puesto los recuerdos frescos de ella, y él evadiéndolos a mil y el montón de anotaciones y separatas impresas tapándose el prominente bulto entre su pantalón ante la evidente provocación indomable al evocar la forma como leía a Borges; Gabriella.
- “sólo, una cosa no hay. Es el olvido. / Dios, que salva el metal, salva la escoria/ y cifra su profética memoria/ las lunas que serán y las que han sido.
Estaba allí reluciente como una diosa coqueta que blasfema contra la conciencia, jugando a perturbar los laberintos del conocimiento, y yo, que debería estar atendiendo a mis alumnos, me quedaba perplejo y feliz, atento cada palabra que emanaba de esa boca formada por unos labios de frambuesa en plena primavera Turca.
- “Ya todo está. Los miles de reflejos/ que entre los dos crepúsculos del día/ Tu rostro fue dejando en los espejos/y los que irá dejando todavía.”
La contemplaba desde el escritorio, ella parada en el centro del aula, y me sentía sin aliento, desfallecido, sepultado cien mil veces y vuelto a la resurrección tan sólo para ver y escuchar la manera tan lúdica que solía leer el “Everness” de Borges, ya después descubriría que Gabriella guardaba dos mil maneras de leer y recitar a Borges, con la pureza y flexibilidad musical habida en su timbre de voz armónica que ningún mortal jamás habría presenciado antes. Me preguntaba mientras ella estaba allí parada frente a los alumnos, ¿En qué tranvía ovárico la había visto a esta bella mujer?
- “Y todo es una parte del diverso/ Cristal de esa memoria, el universo;/ no tienen fin sus arduos corredores”
Y ese fue el comienzo. Gabriella era ciertamente una muchacha locuaz pero a pesar de todo ocultaba su timidez e inseguridad, había tomado las clases tan sólo para desenvolverse con aplomo en el tema literario, es lo que más le atraía de la literatura francesa e inglesa. Aún así, la carrera que estaba estudiando no iba con su carácter afable y condescendiente. Una cierta ambigüedad le recorría el alma. Su rubor característico se hacía notar más sobre ella, cada vez que los chicos corrían detrás de ella abobados por su atrayente magnetismo sensual, sin importarles que ella en un futuro inmediato se convirtiese en una flamante abogada, experta en leyes y códigos, defensora de los derechos para dedicarse enteramente a una buena causa. Pero en el fondo esperaba con inseguridad y llena de temores que algún día apareciera en su vida, un destino como Fiscal de la Nación; porque eso quería y anhelaban sus padres. Desde su tierna juventud la habían preparado concienzudamente su familia. Pero teniendo a su lado al hombre excepcional de su soñada vida tantas veces postergada.
- “Y las puertas se cierran a tu paso;/ sólo del otro lado del ocaso/verás los arquetipos y esplendores.”
Ella era todo un Boccato di cardinale. Había terminado de recitar el poema que eligió para esa ocasión, usualmente cuando hablaba, tartamudeaba de una manera apenas perceptible, debido a su timidez ante el público, pero cuando recitaba los poemas Borgianos o hablaba de Borges; qué maravilla de mujer, que locuacidad sublime, y la fonética aplicada hacia una delicia de mixtura en su entonación, tan exquisita en su pronunciación, emanaba una voz aterciopelada, me mojaba incómodamente en el momento inoportuno. La vi sin tapujos cuando regreso a su lugar; tenía las manos más bellas del planeta, y un garbo al caminar que ella si no derramaba lisuras, ella desparramaba groserías benditas al mover su derrier de esa forma perturbadora y sensual. Ella tenía un trasero de argentina, senos de italiana, boquita irlandesa y ojos de albaricoque y probablemente un coñito de tequila embriagante; inescrutable son los caminos del Señor. ¡Si Señor!. Me dije a mi mismo, mientras trataba de acomodarme la picha, sin que se dieran cuenta el resto de mis alumnos debajo del escritorio, que había despertado nuevamente ante el llamado de la reproducción. Ella estaba ya sentada, como siempre primera en su fila; mirándome con esos ojos verdes, tan verdes como las vastas llanuras del Highland Escocés.
No sé cómo, pero lo cierto fue que me encontraba al final de clases, invitándola a que viniera a mi departamento ese fin de semana, ya que deseaba presentarle a un grupo de amigos de tertulias; y que anhelaba que ella fuera la invitada de honor para leer y recitar así de esa manera que solo ella sabía manejar los versos de Borges. A lo que ella agradeció contentísima y radiante. No sé, puedes venir con Juan Muraña, las milongas de Manuel Flores, la fundación mítica de Buenos Aires, tema del traidor y del héroe, arte poética, al vino, con el duelo ò inclusive vente hasta con el Aleph, para verte también allí tendida sobre el sofá que había en el sótano, pues yo también tenía un desván, que había acondicionado para esos instantes de dulzura, allá abajo un colchón por descubrir todos los polvos del tiempo.
Al llegar a mi hogar, lo primero que hice fue llamar al flaco Franz y al intransigente de Javier para decirles que este fin de semana ni se asomaran por mi casa, pues tenía que hacer muchas cosas importantes. La pura verdad, es que ya los conocía desde la adolescencia; eran sólo unos irreverentes, sólo querían consumir lo que no querían pagar, y si de mujeres se trataban, ellos, estaban allí primero devorándose la propiedad ajena, cuál monopolista del mercado de la carne blanca. Porque Franz de seguro que quería invitarle un chute ò un paco de esos que conseguían en Larco Mar, y de seguro que ya lo estaría viendo, con la punta de la nariz blanca, descuidado dirigiéndose a ella; - ¡Oh my God esto sí que es vida! – Observándole como experto las curvas turgentes de sus senos y sus prominentes labios carnosos. O en todo caso al convenido de Javier, queriéndosela follar ni bien terminara de secarse todo el whisky de mi bar. Para luego eructar de seguro en la cocina mientras buscaba un plato de comida guardado del día de ayer, ni bien yo consintiera tras su sarcástica pregunta ya acostumbrada: ¿Amigo mío, podría tirarme a tu invitada de esta noche, es que ahora no tengo dinero para sacar a pasear a mi enamorada y hace tiempo que no la veo con Parodi, y tu amiga esta rebuena?.- ¡Y tu entiendes que yo no me aguanto!- Pero, te cagaste acaparador de mierda, por una vez en la vida dejaría de ser su chuchumequero. Esta noche sería compartida entre Gabriella y yo, celebraríamos esa noche los cien años del nacimiento de Borges, sería una gran noche de tertulia Borgiana y nadie se metería esta vez a aguarme mi reunión, ni tú ni Franz jugaran titeretambo esta vez. Así que esa noche me justifique, con una simple llamada a cada uno de ellos y les dije que no tenía dinero para financiar la juerga de ellos esa noche. Tendrían que ir a buscar al borracho e imbécil de Toño de la Torre y Lara sólo por ese fin de semana.
De modo que había llegado le grand moment. Les juro que cuando la vi parada en la entrada del pórtico, con una blusita celeste descotada y un jean tan ceñido debajo de la cadera que asfixiaba mi imaginación, ya mi mente se puso a tocar el “atomic” de Blondie, en versión mix extendida y con un vaso bien servido de vodka tónica.
Gabriella y no Gabriela como ella me rectificó la noche que se quedó conmigo, - si, Gabriella con doble “l”.- si, simplemente había llegado al colmo de la hermosura, era doblemente atractiva por donde se le mirase, a sus veintidós años de edad, era como para salir a pasear de la mano con ella por lo largo del Sena, no, toda ella, era para ser tumbada a contemplar la envidia del Sena; mientras sus largos cabellos castaños revoloteaban de seguro entre los lacios rayos del sol, queriéndose escapar del atrevimiento.
Te me apareciste así con tus sandalias blancas como tu alma, resaltando la blancura de tus pies desnudos, y sólo me mostraste tu libro que habías traído contigo. – No me importa, intenté decirte, échate ya pronto sobre el sofá y desabróchate la blusa- Pero no, no podía decírtelo, ni te escuché cuando me preguntaste por los otros invitados, yo sólo te miré como se mira el firmamento de Lunahuana y sonreí apresurado a decirte ¿Te parece que comiences la velada por recitar los versos titulados “otro poema de los dones”? Ni bien te serbia un vaso de whisky, ya te encontrabas toda predispuesta a leer como una niña de Humbert el poema solicitado. La lascivia empezaba a despertar por entre mis genitales calientes, cual Vesubio.
- “Gracias quiero dar al divino/ laberinto de los efectos y de las causas/Por la diversidad de las criaturas/Que forman este singular universo/Por la razón, que no cesará de soñar/Con un plano del laberinto/Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises/Por el amor, que nos deja ver a los otros/Como los ve la divinidad.”
Te observaba contra la intransigencia del tiempo, me miraste inmaculada. No, no por favor no te detengas, sigue leyendo. Cuando me acerqué detrás de ti, sabías que empezaba a excitarme del todo, y permitiste que te besara el cuello y lamiera con absoluta ternura la parte posterior de tu oreja derecha, te empecé a desabotonar la blusa, y ni te inmutaste, apenas podías leer el poema, un temblor me hizo recriminarte con dulzura; ¡Vamos mujer sigue leyendo el poema no te detengas, quiero oír tu melodiosa voz!. El sonido de los versos me endurecía la picha. ¿Acaso no la sientes dura queriendo acomodarse entre la hendidura profunda que se forma de tus erguidas nalgas sedientas de ser mancilladas?. Gabriella ante mi asombro seguía recitando los versos sin leer el libro:
- “Por el firme diamante y el agua suelta,/Por el àlgebra, palacio de precisos cristales,/Por las místicas monedas de Ángel Silesio,/Por Schopenhauer,/Que acaso descifró el universo,/Por el fulgor del fuego/Que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo,”
Hizo una pausa, sin detenerse en su arremetimiento contra mi verga y entre dulces vaivenes, me dijo, - Por favor pronuncia mi nombre completo, dime Gabriella Elizabeth, si, dilo…- Y me apretó los testículos con una perseverancia endemoniada. Sí, Gabriella Elizabeth, toda tú, doctora, mi doctora; ¡Que lastima que no seas doctora en males de amor!. Serías muy pronto una doctora en leyes, entendía y versada en la jurisprudencia, pero lo importante es que en esa cumbre innegable del tiempo, sin un pasado de por medio, te descubriste como mi doctora en sexo y hasta en la cama Gabriella Elizabeth Luyo Montero era tan bella, corriéndose sobre mi llano vientre velludo, sin dejarme un momento de suspiro glorioso.
- “Por la caoba, el cedro y el sándalo,/Por el pan y la sal,/Por el misterio de la rosa/Que prodiga color y que no lo ve,”
Así, así mi vida sigue leyendo pero no detengas el desenfreno que te humedece, te ayudé a desabotonarte el corpiño y quitarte la minúscula braga, -¿Puedo acariciar tu pubis rosado mientras lees?- Le pregunte mientras besaba su cuello, - ¡Bueno! – me dijo sin levantar la cabeza y sin detenerse en recitar los versos con los ojos bien cerrados. Al palpar su pubis y el roce delicado de su mata con mis firmes manos, rozando las carnosas desnudeces y ella empezando a interesarse en la turgencia de mi sexo encabritado, la penetré en una sola arremetida hasta lo más profundo de su vagina, era un rincón secreto y cálido, un espeso follaje vietnamita.
¡Pronuncia mi nombre! – Exclamo convulsionada, atreviéndose a quebrar el conjuro del poema, mientras cabalgaba sobre mí. – ¡shiss! No interrumpas los versos, sigue, sigue, sigue recitándolos…. – Le susurré al oído como el paciente al desfallecer en brazos de su médico de cabecera…
Iba a aclararme que lo de doctora era para cuando se graduara, pensando en detalles; pero no le deje que entrara en esas equivocaciones verbales ni tecnicismos universitarios, y cosas por el estilo ni mucho menos era el momento para dar explicaciones.
¡Ajústamelo, apriétamelo con tus labios, con el poder ardiente de tu vulva, apriétamelo! – Le exclamaba, pero en eso, ella soltó un ¡Ay! Interminable cargado de placer indescriptible, ¿Qué sucedió? Le pregunte sudoroso, - es que sentí un aguijonazo insoportable dentro de mi vagina que casi se me vienen cuatro orgasmos seguidos – Entonces, sigue recitándome los versos, sigue con esos versos vida de mi vida y hazme tocar el cielo. Después del riquísimo ¡Ay!, Gabriella intento coger el libro para seguir leyendo, a esas alturas ya no podía retener de memoria los versos, tampoco el libro:
- “Por ciertas vísperas y días de 1955,/ Por los duros troperos que en la llanura/arrean los animales y el alba,/Por la mañana en Montevideo,”
Parecíamos una pareja bailando un tango, la manera como se movía, ocupando todo el espacio de la alfombra al estirar sus gloriosas y bien contorneadas piernas que en momentos de paroxismo las entrelazaban como dos bambúes a orillas de un pantano tropical. Sus fricciones al ritmo de un tango perdido en los arrabales de la infamia y la lujuria, arremetían contra mi cuerpo, anhelando que te penetraran más de lo que el Dios falo podía otorgarle en tu nido húmedo convulsionado y danzante, estremecido al ritmo erótico boreliche.
- “Por el arte de la amistad,/Por el último día de Sócrates,/Por las palabras que en un crepúsculo se dijeron/de una cruz a otra cruz,”
Cuando la seguía oyendo recitar, mientras se movía sentada sobre mi descomunal falo, consideraba a todos los que conocía como unos fracasados, incluyendo hasta los que habían tenido éxito en la vida de parejas en matrimonio sagrado. Meros parásitos que me aburrían hasta hacerme bostezar de solo imaginarlos en su lecho marital, que no era más que una mera cripta funeraria en pasiones idas.
- “Por aquel sueño del islam que abarco/ mil noches y una noche,/por aquel otro sueño del infierno,/De la torre del fuego que purifica/ y de las esferas gloriosas,/por Swedenborg,/Que conversaba con los ángeles en las calles de Londres,/Por los ríos secretos e inmemoriables/que convergen en mi,”
Y ahora de sólo haber escuchado aquél nombre escandinavo, entre sus quejidos abruptos, que me daban libertad y me colmaban de caprichos sexuales, en una insospechada gama de sensaciones, era como un rayo invisible que recorría mi nervudo pene hasta lo más alto de mi conciencia, y ella allí sumergida en sudores de desenfreno, apreciando por el espejo que enfrente nuestro estaba, como se devoraba el instrumento del placer humano dentro de su sediento coño. No había más remedio, en definitiva yo era su gaucho, ella la gloriosa pampa por conquistar en combate de placer redimido.
- “Por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,/Por la espada y el arpa de los sajones,/Por el mar, que es un desierto resplandeciente/Y una cifra de cosas que no sabemos,/Por la música verbal de Inglaterra,/Por la música verbal de Alemania,/Por el oro, que rulambra en los versos,/Por el épico invierno,”
Ella seguía allí, pronunciando lo impronunciable del poema, que ya entre quejidos y gritos de placer se confundía con el regocijo de oírla recitar húmeda los versos de Borges - ¡Más!, grita más fuerte – Se lo repliqué, entre quejidos y susurros de placer indomables, los ayees de un reconfortante dolor interno le atravesaban el alma, ella seguía impertérrita aferrado al miembro, chorreada en líquidos sagrados, leyendo los versos argentinos, entre su tango y su fantasía compartida.
- “Por el nombre de un libro que no he leído: Gesta dei per Francos,/ Por Verlaine, inocente como los pájaros,/ Por el prisma de cristal y la pesa de bronce,/ Por las rayas del tigre,/ Por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan,/ Por la montaña de Texas,/ Por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral/ Y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,/ Por Séneca y Lucano, de Córdoba,/ Que antes del español escribieron/ Toda la literatura española,”
Yo era un ser afable, la gente en especial las mujeres siempre me habían considerado serio y de firmes decisiones, alegre e imprudente, sincero pero muy formal, descuidado muchas veces y despreocupado, pero eso si muy entrado en detalles para cuando una mujer se me abalanzaba para conquistarme con su dulzura. Ella era todo eso a la vez, y algo más, si ella se lo proponía. Sus largas piernas me sujetaban firmemente contra su cuerpo, la doctorcita leía y se movía mientras me sujetaba de sus caderas; la doctora, su tango y yo.
- “Por el geométrico y bizarro ajedrez,/ Por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,/ Por el olor medicinal de los eucalipto,/ Por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,/ Por el olvido, que anula o modifica el pasado,/ Por la costumbre, /Que nos repite y nos confirma como un espejo,”
Recordaba ahora que la tenue luz dibujaba su desnudez, lo suficiente para que pudiera leer mientras yo la contemplaba divino; todo aquél tiempo consumido y desperdiciado en tantas malas mujeres de esta urbe inmunda, y no la comparé porque sería degradar el momento apreciado, deduje entonces que si ya tenía “la bolsa”, conseguida por el bienestar del acobijamiento de una ciudad luz en la lejana Europa, entonces haber estado bien con ella así amarrado en carnes por el resto del tiempo que nos quedara en este mundo terrenal, desnudos las veinticuatro horas del día amándonos sin reparo, copulados hasta el paroxismo en que nuestras venas revienten de amor. O simplemente tomando un café exprés en la terraza del Trocadero, o acariciándole los prominentes muslos por debajo de la mesita en el Café La Choppe, mientras nos atendía el mozo.
Escalé con mi lengua sus rosados senos que se mantenían levantadas y rígidas cual montañas del oriente persa, ya no podía a esas alturas sujetar el libro que por tercera vez se le escapa de las manos, a duras penas leer los versos de memoria, en susurros discretos me ordenó que bajara por su vientre y bebiera de la fuente de la vida, del cáliz de vida, la fuente que guardaba el brebaje oculto entre sus pliegues pinks, que esa noche desvelaba ante mi estupor fresco; era un hombre bohemio consuetudinario con pasión de comerse todos los coños habidos y por haber, sin mediar raza o credo. Y en esa actitud media bohemia, me equivoque cuando quise poner a tientas, un casete de música clásica mientras me chupaba la nervuda verga, y le puse la cinta de una antigua amiga de correspondencias aéreas; Valeria, cuando me grabó sus vivencias eróticas, -¡Deja ahí!- me imploraste con interés y excitada aun por la curiosidad. Pero en pleno éxtasis, mi amiga de cartas se le ocurre hacer un comentario de lo menos oportuno en aquella grabación, que se nos vino un coito interruptus al cagarnos de la risa, por la graciosa forma en que se expresó la divertida y ocurrente Valeria. Pero, aun así, Gabriella me cogió la picha muerta de risa, y se la metió a la boca lamiéndola como se lame un helado de coco con almendras. Y la cinta que seguía sonando por la grabadora. Y ella, besando el prepucio y los contornos de mi macizo miembro, se acordó de los versos, cuando le llené la boca con la espumosa leche tibia, que emanaba del capullo que golosa seguía succionando y que ella linda, bebió hasta la saciedad.
- “Por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,/ Por la noche, su tiniebla y su astronomía,/ Por el valor y la felicidad de los otros,/ Por la patria, sentida en los jazmines/ O en una vieja espada,/ Por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema,/ Por el hecho de que el poema es inagotable/ Y se confunde con la suma de las criaturas/ Y no llegará jamás al último verso/ Y varía según los hombres”·
Ella estuvo asombrada desde el principio hasta el final, santiguando el ambiente con su sudor, empapada con mis corridas consecutivas que trataban de igualarla en aquel combate singular. Gabriella Elizabeth, ¿Cuántos en tus clases de Derecho aéreo comercial en la San Marcos habrían estado volando en la imaginación onanistica con solo verte sentada escuchando las clases, al cruzar las piernas como sólo tú sabías hacerlo?. Las posibilidades y probabilidades de retenerte a mi lado eran remotas, pues la forma como te saciabas y relamías mis testículos y acariciabas con la punta de tu tibia lengua el miembro rojo, me hacía pensar que eras del mundo, que pertenecías a lo terrenal, pero no importaba ya; sería su esclavo. - ¿Quieres que siga leyendo los versos, o te sigo mamando la polla? – Te atreviste insinuante a preguntarme, no te respondí cuando te vi guiñarme el ojo, mientras comenzabas una vez más con el fellatio dulce y reconfortante, - Pero, mejor lees – Le dije no porque ya no podía continuar con el miembro turgente como su clítoris, sino porque le temía a que me mordiera el caramelo hinchado que tenía dentro de su boca, y además porque hablar con la boca llena es de mala educación. Y ella obediente reinicio la lectura, mientras con sus diestras manos me masturbaba con infinita locura:
- “Por France Haslam, que pidió perdón a sus hijos/ Por morir tan despacio,/Por los minutos que preceden al sueño,/ Por el sueño y la muerte,/Esos dos tesoros ocultos,/Por los íntimos dones que no enumero,/Por la música, misteriosa forma del tiempo.”
No fue la majestuosidad de sus manos, la imponente belleza de sus dedos moviéndose y friccionando mi erecto pene, lo que hizo que me corriera en un estallido portentoso, no. Fue oírla pronunciar los versos, el epígrafe, el orgasmo infinito, las campanadas de la Obertura 1812 de Tjajkovskij, la expulsión del liquido lechoso que cayó sobre el rostro de Gabriella Elizabeth, quien en medio de mi venida herculeana, descubrió mi talón de Aquiles al acariciarme con sus largas y bien cuidadas uñas la base de las peludas pelotas descargadas de todo efluvio balsámico que en ese instante le chorreaba por el rostro del cual ella sedienta relamía por entre las comisuras de sus labios el néctar de la pasión. Desfallecidos por el placer que me proporcionaba al sentir sus uñas recorres la inmensidad de mis porongos, pedí clemencia porque ya no podía mas, el poema había llegado a su fin, también. Nuestros corazones se llenaron de sangre que se volvía chocolate y un beso aterciopelado fue la rúbrica silenciosa.

Y los días que se fueron flotando con la cotidianidad, dejando de lado nuestras tardes que se convirtieron en prolongadas noches de fogosa entrega entre Gabriella Elizabeth y los versos de Borges, ya la sombra de la incertidumbre y la bruma ajena se nos vino a posar sobre el mismo ambiente que tantas veces antes había servido para grabar nuestra pasión incólume y desmedida. Llegando justo en el momento que jamás imaginé se presentaría, en el instante menos preciso y de la forma más ridícula, un día, ella llegó a casa temprano tras la postergada práctica con sus compañeros estudiantes en el palacio de Justicia.
-¿Qué te sucede? – Pregunté extrañado cuando la vi entrar pálida y evasiva.
-Tengo que decirte algo, cariño mío – Me respondiste sin mirarme a los ojos.
Traté de acertar con tu denotada preocupación de aquella tarde, - No me digas, ¿Estas embarazada?.
-¡No, cariño!
-Entonces, ¿Qué puede ser peor que eso?- Me miraste a los ojos y esta vez palidecí yo.
-¡Hay Gabriellita! Te dije que hoy no quiero torturas ni masoquismo! No al menos los jueves – Esto lo deduje ya que a ella se le notaba que estaba con ligero pues llevaba medias negras de nylon y calzaba los tacones altos que solía ponerse cuando se iba al palacio de Justicia y al regresar me quería sorprender con nuestros juegos sexuales que solíamos tener los jueves. Pero, ella ruborizada negó la probabilidad de su apetencia. Había algo más que eso en la preocupación de su tono de voz, tras el silencio frustrado, volví a interrogarla en un momento de pavor. Pensé en su devoción por nuestro compromiso de vivir juntos y la entera pasión que había en ello. -¡Y nuestro amor divino! ¿No que lo era? Le argumente insípido ante la evidencia.
-¡Eres casada! Y me lo tenias en secreto todo este tiempo o… ¿Seguro tu marido ya regreso de viaje?
-¿? –
Y ella que se empezaba a morderse las uñas tan bien cuidadas y a mover su pierna izquierda, con ese clásico tick nervioso que desvelaste debido a tu timidez en plenas sesiones de literatura argentina, cuando te paraste frente de la clase para leer por vez primera los versos benditos.
-Nada de eso cariño mío. Quiero decirte porque no deseo que pienses nada mal de mí.- Esta vez el nervioso era yo.
-Ya sé, no me digas; ¿Tienes un novio oficial y nunca me lo mencionaste? Ya empezábamos a desesperarnos ambos, se me agotaba la felicidad también.
-¿Puedes dejar que te explique, cielo mío? – Me senté, porque ahora a mi me comenzaba a temblar las piernas.
-Te soy fiel, papito lindo.- Ahora el intransigente era yo, no fue necesario tener valor para decirle, que ya lo sabía, acaso era con el amigo ese aquel que siempre te recogía de la universidad, ¿o no?, a lo mejor era con el morocho ese catedrático de la facultad, un triste abogado de pacotilla, ¿de donde era? ¿De la San Martin creo que me dijiste?- Bizcochito mío, tu bien sabes lo mucho que te amo, sólo te amo a ti, con él es diferente, sólo…..solo…. hubo un silencio cómplice… -¿Solo hay qué? – Y no me digas bizcochito, quise agregar, pero la vi tan infantil en medio de su fatalidad.
Por supuesto que me amabas a mí, y al otro… ¿Qué? – Mira, querido mío, yo siempre te voy a tener presente, lo que pasa es que es por mis estudios profesionales – Desde cuando el amor tenía que involucrarse con los estudios Universitarios, habiendo de por medio el futuro de nuestra entera dicha.
-Es que el decano, me ha prometido llevarme a trabajar a su estudio en el Palacio de Justicia y empezar a tener un sueldo y trabajo estable, desde ahora; y además lo nuestro es sexo – Querrás decir lo “suyo” de ustedes, ya me había lanzado la mortal bomba. Le deje que terminara de explicarme, me quería desmayar de amor corrupto, allí delante de ella, como para que le duela. Pero, ella siguió firme defendiendo su argumento pueril.
-Siempre pensaré en ti, además su “cosa” no me gusta, el tuyo es más bonito y gordito como un muñeco de goma de azúcar - ¡claro!- Y encima la sinceridad fulminante de ella, que me decía sin tapujos que ya se la había mamado al desgraciado decano de su facultad. Para eso están esos viejos verdes abogados, ven una bella mujer con ganas de superarse y formarse una vida segura y ellos allí aparecen como lobos hambrientos, mascullé. Me controlé, porque siempre sabía dominar mis emociones cuando se veían pisoteadas, era algo a lo que ya me había acostumbrado; sólo le pregunté sin querer otorgar ningún favor ni beneficio de perdón. –Pero, ¿Cómo no era yo el que te hacía correrte miles de veces en una sola arremetida, con mi….cómo fue que dijiste, muñeco de mazapán, creo?- Yo que te había desvelado los sabores dulces del placer, ella que contentísima y golosa perfecciono el succionar del instrumento de su felicidad, hasta dejarlo seco y medio muerto de satisfacción. Si, al menos fuiste sincera, pero ya era notoria tu traición, yo seguía sin entender nada o al menos me resignaba a no querer comprender todo lo que me habías revelado con tu sinceridad desastrosa esa tarde.
Y quien iba a imaginar que en esa misma noche abortada, minutos más tarde apareció en mi dormitorio, desnuda con una tranquila valentía y la certeza del poder de su carne que no le borraron los severos chupetes que marcaban su infidelidad sobre su vientre, pubis y pierna izquierda, sobre el torso de su muslo, la zona más encantadora que yo tanto apetecía y no pude, créemelo perdonártelo. Tu, empezabas a venir oliendo a otro hombre, marcada en expedientes guardados en polvorientos escritorios, folios amarillentos, documentos traspapelados, el polvo de la madera vieja que se adhería sobre tu piel revolcada en antiguas casonas apolilladas, como tu conciencia y me decías que yo tenía la culpa de tu interés desmedido por el sexo, como para justificarte de tu actitud incondicional. -¿Cómo? ¿Acaso no era sólo para conseguir una plaza en el poder judicial, ò ya se la estabas mamando a toda la Fiscalía?
Me quisiste recitar el poema “Browning resuelve ser poeta” y en ese instante yo sólo quería resolver el no aborrecerte sin escarnio. - ¿Qué sucedió entre nosotros?- Acaso nuestros pecados inminentes tenían que ser compartidos con un tercero. –Es que no hay un tercero; nene, simplemente que ya le había prometido a mi decano que sería suya en su despacho, hasta que su esposa retornara del Brasil, para evitar que su esposa se dé cuenta del acto. Con la mirada buscabas el libro de poemas de Borges, mientras te quitabas la bata de seda astutamente y muy lentamente la braga de encaje negro, te quedaste en portaligas y las medias que dibujaban tus muslos a la perfección, con esos zapatos de charol de tacones alto que bien juraste los usabas solo para excitarme la conciencia. Y con ese cuerpo monumental desvelado, te plantaste sugestivamente con el libro abierto también, a quererme leer el poema que habías seleccionado con tanto ahincó, como si nada de todos esos acontecimientos me los hubieses revelado con esa sinceridad tan peculiar en ti.
-“Por estos rojos laberintos de Londres/ descubro que he elegido/ la más curiosa de las profesiones humanas,/ salvo que todas, a su modo, lo son.”
Y ahora, ¿Quién podía poner pare a su sensualidad? Querías que te acariciara el clítoris, que pellizcara tus tiesos pezones que se erguían como lanzas con mortal veneno de amor. Pero, no me deje llevar esta vez por la desmedida belleza de tu desnudes y por la exquisita entonación en tu timbre de voz adormilada, ni mucho menos por tus anchas caderas de amazona y tus frescos hombros de quinceañera o peor aún por el perfume encantado que emanaba de tu pubis dorado.
-“Como los alquimistas/ que buscaron la piedra filosofal/ en el azogue furtivo,/ haré que las comunes palabras / naipes marcados del tahúr, moneda de la plebe / rindan la magia que fue suya”

Ya todo estaba dado, incluyendo el crimen perfecto que habías cometido contra mis emociones, pues todo lo que imaginé no fue más que meras especulaciones confirmadas, una vez más pude darme cuenta que todas las mujeres al final son una misma; y que Gabriella Elizabeth era todas ellas personificada.
Huí lejos del departamento, salí sin llevar nada consigo, sólo quise escapar de la vida, hasta que no pudiera oír más su melodiosa voz y caer redimido ante la tentación de su tango que solíamos bailar entre sábanas, de esa forma tan perturbadora mientras leía a Borges. Quería que el mundo se ausentará por un largo silencio para que me ayudase a comprender mi equivoco proceder, solo, una idea firme latía dentro de mi; vagaría de seguro hacia el sur, en busca esta vez de la brevedad eterna.

1 comentario:

Alberto Vizcarra dijo...

Para empezar deberias de quitar la foto de la Solier encima de esta "obra" que confunde y uno hace que pase de largo sin leer esta tremenda diatriba amorosa...aunque lo dedicas a la Solier, es tu nota.
Muy bueno charrito a la altura de los grandes, muy bueno.
Y por ultimo esos revoltones amorosos me hacen acordar a una tia que fue al caribe y conocio a un tipo moreno en una disco, tiraron jueves, viernes, sabado el domingo la tia le dice: "ya pues dime tu nombre" imaginate tres dias sin saber su nombre solo "morocho" y el domingo en la noche le dice esta bien te digo mi nombre pero no te rias. ok. me llamo nieve...jajajajaja ya ves te dije que te ibas a reir. No, no solo pienso en la cara de mi marido cuando le diga que estuve en el caribe con 20cms. de nieve en la concha!jajajaja.