David Alonso De la Cruz

martes, 7 de septiembre de 2010

Jaime Bayly: Su último gran logro, tener un hijo de su chica.

Los amantes del puente colgante
Como pensé que mi chica había abortado al bebé que una noche mágica y risueña de junio nos propusimos crear los dos tras varios intentos fallidos, como pensé (después de que peleamos por un torpe malentendido y me escribió que había decidido abortar y luego no supe más de ella) que en efecto mi chica había sucumbido a la tentación de deshacerse del bebé y de paso de mí también, como pensé que mi chica ya no era más mi chica y mi bebé ya no era más mi bebé ni su bebé ni bebé en modo alguno, me hundí en una profunda tristeza y me refugié en las pastillas para dormir (sólo quería dormir y no despertar más) y por supuesto me olvidé de seguir tomando mi pastilla de Cialis cada dos días para combatir la disfunción eréctil: si ya no tenía chica, ya no tendría vida sexual, y si ya no tendría vida sexual, ya no tenía necesidad de tomar pastillas para asegurarme una erección decorosa.

Pasaron los días y mi chica de-sapareció de mi vida y yo desaparecí de la suya, tras un breve y fulminante intercambio de correos asesinos.

No sé cómo encontré fuerzas para seguir arrastrándome cada noche a la televisión y para luego seguir golpeando el teclado de la computadora, enredado en el laberinto de una novela azuzada por la rabia y el rencor, una novela que de momento se titula “El misterio de Alma Rossi” y está ambientada en Chile.

No lloré, no soy de llanto fácil, soy de replegarme y ensimismarme y callarme secamente cuando me toca perder.

Ella lloró y vomitó y, como le temblaban tanto las manos cuando fue a abortar, simplemente no pudo abortar, sintió que no podía resolver nuestros pleitos absurdos ensañándose con la parte más inocente de todas, el bebé, el bebé que ella y yo habíamos buscado con ilusión desde que nos conocimos hace tres años, el bebé que yo había soñado que tendría con ella, mi chica mala. Le temblaban las manos y las piernas y el cuerpo entero y entonces fue evidente para el médico y para ella que no podía practicarse el aborto, que no debía practicarse el aborto. Tal vez fue que el bebé presintió el peligro que lo acechaba y agarró a patadas a su madre y la hizo temblar mal, mal. En medio de la tembladera, ella (que ya no era mi chica, pero que seguía llevando al bebé en su vientre) tomó dos decisiones sabias, juiciosas: no abortar y llamar a su madre a pedirle ayuda.

Su madre se enteró de ese modo que ella estaba embarazada (y peor aún: embarazada de mí) y que había querido pero no había podido abortar. Su madre fue comprensiva y amorosa y no dijo una sola palabra severa y la cubrió de besos y abrazos y la felicitó porque una vida nueva estaba en camino y se alegró de veras porque sería abuela por primera vez y le dijo que no se preocupase, que ella cuidaría al bebé como si fuera suyo. Su madre le demostró en ese momento desesperado que era ante todo su amiga y que era ante todo una mujer buena y generosa y valiente y con un formidable instinto maternal.

Yo no sabía nada de esto, sólo me arrastraba por la vida pensando que mi chica y mi bebé me habían dejado por una discusión tonta, una jodida discusión sobre algo tan menor que no podía entender que hubiésemos peleado por eso y que la víctima de aquella pelea ridícula, pueril, hubiese terminado siendo el bebé con el que tanto habíamos soñado. Pero ya era tarde o eso pensaba de madrugada viendo una y otra vez la mejor película que he visto nunca, una película que me deslumbró por primera vez en París durante mi luna de miel en 1992: Los amantes de Pont-Neuf.

Como en la película, que parece encaminada a un desenlace trágico, que está signada por el dolor y la fatalidad, pero en la que al final, emergiendo de las aguas del Sena, los amantes se encuentran por fin y alcanzan a subir a un viejo bote que los llevará al mar, a una vaga promesa de felicidad que tal vez los redima de tantas desgracias compartidas, esta pequeña historia tuvo un final feliz cuando menos me lo esperaba y cuando ya sentía que me ahogaba en las aguas de un río tan turbio como el Sena de noche.

Porque de pronto ella me escribió y me dijo que había decidido de una vez y para siempre que tendría al bebé, que de ninguna manera abortaría, y que no esperaba nada de mí, pues tendría al bebé con mi apoyo o sin mi apoyo o incluso contra mi expresa voluntad si tal fuera el caso, que por supuesto tal no era el caso.

Yo fui corriendo (en realidad manejando, pero manejando a toda prisa) a decirle que la amaba, a besarla, a abrazarla, a pedirle perdón, a besar su panza preciosa de dos meses, y fue como un milagro cuando ella me hizo ver en la computadora a ese frijolito que era mi bebé y me hizo escuchar sus latidos agitados, vivos, resueltos a seguir latiendo con fuerza como si esa habichuela estuviera golpeando un tambor.

Lo que pasó luego fue en extremo bochornoso para mí, pero no por eso me eximiré de contarlo: quisimos hacer el amor para celebrar el triunfo del bebé, de la vida, del amor, pero yo no pude, no fui capaz, por mucho que lo intenté no estuve a la altura de las circunstancias.

Yo la amaba de veras y quería amarla muy de veras pero no era capaz de amarla o de demostrárselo porque había dejado de tomar el Cialis y había vuelto a ser un miserable impotente.

–Esto no puede quedar así –le dije. –Espérame, voy a la farmacia, ya vuelvo.

Corrí a la farmacia (en realidad, manejé a toda velocidad) y compré un arsenal de Cialis y le pregunté a la amable señorita cuánto tardaría aproximadamente la pastilla en salvarme de la impotencia.

–Al segundo día es cuando hace efecto –me recordó ella.

Yo no podía esperar dos días. Yo necesitaba amar a mi chica esa misma noche desesperadamente.

–Deme un Viagra, por favor –le pedí.

–¿De cincuenta o de cien? –preguntó ella.

–De cien –respondí. –Y mejor si son dos.

Ella me vendió dos Viagras. Le pregunté cuánto tardarían en hacer efecto. Me dijo que una hora.

Tomé dos Viagras de cien y dos Cialis y pensé: o muero de un infarto o es el mejor polvo de mi vida. Luego pensé: si es el mejor polvo de mi vida y mi chica vuelve a ser mi chica y luego muero de un infarto, será la muerte más feliz que pudiera imaginar.

Como en Los amantes de Pont-Neuf, esta historia tiene un inesperado final feliz: mi chica volvió a ser mi chica, nuestro bebé siguió latiendo con fuerza y se negó a dejarnos, lo esperamos con todo el amor con el que fue concebido y sí, fue el mejor polvo de mi vida.
Columna del diario Perú21. Lun. 06 sep 2010 "Los amantes del puente colgante" Autor: Jaime Bayly.



Laberinto de pasiones
Hace tres semanas, me eché en la cama de Sandra a las seis de la mañana y le conté que Silvia estaba embarazada de mí.
Sandra ya lo sospechaba, ya me había preguntado por qué le llevaba gelatina y papa amarilla y pastillas contra las náuseas a Silvia, ya me había preguntado si Silvia podía estar embarazada y yo le había dicho que sí, que tal vez estaba embarazada pero que todavía no lo sabía con certeza.
En realidad yo ya sabía que Silvia estaba embarazada, ya la había acompañado al ginecólogo, pero cuando Sandra me interrogaba yo evitaba decirle la verdad porque Silvia me había pedido que no le dijese nada a nadie antes de que ella se lo dijese a sus padres.
Así que me hacía el tonto con Sandra y le decía que podía ser que Silvia estuviera embarazada pero que no era un hecho cierto y seguro y Sandra por supuesto hacía un drama del asunto y yo le decía hey, todo tranquilo, si está embarazada nada va a cambiar entre nosotros y las niñas, es una noticia bonita, no hay que convertirla en una tragedia.
Pero Sandra me había dicho cuando la entrevisté en televisión que quería tener no uno sino dos hijos más, y si bien no dijo que quería tenerlos conmigo, yo creí entender que su plan ideal era tenerlos conmigo (yo siempre creo entender que todos me aman y me desean porque eso es lo que me dijo mi madre cuando era niño y yo le creí).
Ahora yo le había dinamitado el plan ideal y le había confirmado que Silvia tendría un hijo conmigo.

Antes ya se lo había contado a mi hija Camila, que lo tomó con mucha calma, aunque mentiría si dijese que la noticia la hizo feliz, como tampoco pareció para nada contenta mi hija Paola cuando le dije que tal vez en abril tendría un hijo con Silvia pero que ella no estaba obligado a verlo, a conocerlo, a quererlo ni a nada y que el hecho de que tuviese un hijo con Silvia no cambiaba en absoluto mi amor incondicional por ella y su hermana Camila. Ellas lo entendieron bien, pero como era previsible les dolió o les dio pena que yo tuviese un hijo con Silvia y no con Sandra. Obviamente ellas hubiesen preferido que lo tuviese con Sandra, pero Sandra y yo estamos divorciados hace más de diez años y no dormimos juntos hace más de diez años y yo me enamoré de Silvia hace tres años y así nomás son las cosas.
Lo cierto es que a Sandra le dolió que yo le confirmase que tendría un hijo con Silvia. Lloró, le bajó la presión, casi se desmayó y yo lloré con ella y le pedí perdón y como la quiero tanto y me daba pena verla desolada y humillada le dije: No te preocupes, si todavía tienes la ilusión de tener un hijo, y quieres tenerlo conmigo, esperemos dos o tres años a que las niñas se vayan a la universidad en Estados Unidos y entonces te prometo que, si me lo pides, te daré un hijo y dos también, si eso te hace feliz.
Sentí que esa promesa sirvió de cierto consuelo para ella y por eso en la noche, en mi programa de televisión, ya sabiendo que Silvia estaba embarazada de mí, le dije a Sandra que me hacía una gran ilusión tener un hijo con ella. Lo dije pura y exclusivamente para mitigar el daño que le había provocado la noticia del embarazo de Silvia, lo dije para ser bueno y tierno y cómplice con ella y para demostrarle que mi amor por Silvia y su bebé no rebajaba mi amistad y mi complicidad con ella.
Supongo que a Sandra le gustó lo que dije, pero a Silvia no le gustó que dijera en televisión, estando ella embarazada de mí y sintiéndose fatal con las náuseas y los mareos, que me haría ilusión embarazar pronto a Sandra. Con toda razón, el anuncio le pareció un disparate cantinflesco. Intenté explicarle a Silvia que lo que había dicho en televisión era sólo un gesto de cariño y ternura hacia Sandra para consolarla por el dolor que sentía de que yo fuese a tener un hijo con otra mujer y no con ella. Por suerte Silvia es una loca genial y lo entendió todo rápido y me recordó (y tenía razón) que yo no tenía por qué pedirle perdón a Sandra por estar enamorado de ella y por haberla dejado embarazada, puesto que Sandra y yo habíamos dejado de ser una pareja hace muchos años y cada uno había hecho su vida sentimental por su cuenta y aunque en la prensa algunos periódicos seguían llamándonos esposos, Sandra y yo sabíamos bien que estábamos divorciados hacía más de diez años y que nuestra relación era una de amigos y compañeros, no una de amantes, y que nuestra alianza o nuestra sociedad se fundaba en el hecho de ser padres de dos hijas que no dejan de maravillarnos.
Yo cometí entonces el error de decirle a Sandra que trataría de mantener en reserva la noticia del embarazo de Silvia y no la comentaría en televisión. De hecho, Silvia todavía no les había contado nada a sus padres, aunque sí a sus hermanos, que por suerte fueron muy comprensivos con ella. Pero luego ocurrió lo previsible: una enfermera que nos vio entrar juntos al ginecólogo le contó el chisme a un programa de televisión y la presentadora tuvo la delicadeza de llamar a mi productora a verificar si el chisme tenía fundamento y entonces yo decidí que no iba a mentir sobre el embarazo de Silvia y le dije a mi productora que sí, que podía confirmarle a la famosa animadora de televisión que Silvia estaba embarazada de mí. Esa misma noche, la animadora soltó la primicia en su programa y yo la confirmé más tarde en el mío y al día siguiente entrevisté a Silvia y para entonces por supuesto ya Silvia se lo había contado a sus padres y yo supuse que todo estaría bien, que el momento de peor tensión o miedo ya había pasado.
Pero es una ley no escrita que cuando eres muy feliz con alguien estás haciendo muy infeliz a otra persona, o ese parece ser mi caso.
Yo pensé que podía ser feliz con Silvia y seguir siendo feliz como amigo y compañero de Sandra pero las cosas cambiaron radicalmente desde la noche en que la noticia salió en televisión y yo dije la verdad: que el embarazo de Silvia me había devuelto las ganas de vivir y que la idea de tener un hijo con ella me emborrachaba de una felicidad boba, pueril, adolescente (será por eso que dicen que cuando te vas volviendo viejo te vas poniendo como un niño).
Ahora podríamos describir la situación que estoy viviendo con Sandra y mis hijas como una de guerra fría. Sandra no me perdona el desliz con Silvia pero sobre todo no me perdona que lo haya hecho tan público y sobre todo no me perdona que lo haya hecho tan público tres semanas después de decir en mi programa, un domingo out of the blues, que quería tener un hijo con ella. Las niñas, comprensiblemente, ven a su madre desolada, contrariada, humillada, y toman partido por ella y me consideran un cabrón egoísta que dejó a su amada esposa para irse con una chiquilla pendeja de veintiún años. En realidad, mi amada ex esposa y yo habíamos dejado de ser una pareja hacía ya muchos años, pero como ahora vivimos en el mismo edificio que Sandra y las niñas eligieron hace un par de años para mudarse de Camacho a San Isidro, entonces se podría decir que, siendo una familia disfuncional, somos también una familia vecinal, pues ellas ocupan el piso de abajo y yo el de arriba, lo que nos obliga a una convivencia que, cuando todo estaba bien, era genial (el mejor momento fue el mundial de fútbol en julio pasado), pero ahora que me han declarado la guerra fría resulta algo triste para mí y sospecho que para ellas también. Porque ahora ya nunca suben a visitarme, ahora ya la empleada no sube a recoger mis camisas sucias, ahora ya no encuentro gelatina ni jugos en la refrigeradora, ahora siento el hielo que viene de abajo. Y cuando me armo de valor y voy al primer piso nunca encuentro a Sandra (al punto que no sé si sigue durmiendo abajo o se ha mudado) y muy rara vez encuentro a mis hijas, que me dan un beso seco, comedido y me hacen sentir que estamos en plena guerra fría, que me han puesto en cuarentena por dejar embarazada a Silvia, que no les hace ninguna gracia tener un hermanito y que tal vez piensan que soy un papá un tanto impresentable y del todo incomprensible. Yo trato de hacer bromas y les doy toda la plata que puedo para tender puentes y restañar heridas, pero siento que ya nada es igual, que algo se ha roto y no sé si podré restaurar lo que se ha dañado en ellas, que por lo visto ya no encuentran placer en subir a visitarme ni en contarme sus cosas.
Y después leo en los periódicos que la guerra fría es una cosa del pasado que cayó con el muro de Berlín: pues no en mi casa, coño: aquí el muro se construyó hace unos días y la guerra se siente más fría que nunca, helada y helada mal.
Por su parte Luisito, que está en Buenos Aires, se ha portado como un príncipe y me ha felicitado y se ha emocionado y me ha dicho que quiere venir pronto a Lima a darle regalos a Silvia y no me ha hecho ningún drama y sólo me dijo un día algo que me conmovió: que le daba pena no poder darme un hijo, que sólo por eso le daba algo de pena que yo tuviese un hijo con Silvia, pero que le parecía genial y divertido que viniese pronto mini James a alborotarnos la vida y que él creía que Silvia y yo haríamos una combinación genética altamente pajera, risueña, impredecible y angelical o diabólica, pero en ningún caso sosa y normal. O sea que Luisito, mi amigo y compañero hace ocho años, encajó con gran clase y estilo el golpe que recibió de Sandra cuando ella se opuso a que él viniese a visitarme y se quedase en mi departamento y entonces su viaje fue pospuesto hasta nuevo aviso, y luego encajó con más clase y mejor estilo la noticia de que su viaje se posponía indefinidamente porque ahora Silvia estaba embarazada y las aguas estaban muy borrascosas como para que él viniera a Lima a hacer más olas. O sea que Luisito se portó por todo lo alto y como mi gran amigo y compañero y no hizo la menor escena de celos o despecho, sólo le dolió no poder darme un hijo, pero así nomás es y ya hemos quedado en que con suerte vendrá en enero cuando Sandra y las niñas se vayan a Nueva York, buscando el frío que les dé la temperatura corporal apropiada para seguir congelando las cosas conmigo.
Como a mi edad y con mi arsenal de sedantes todo me da más o menos igual y lo único que verdaderamente me aterra es volver a la rutina de subirme a un avión cada semana y mi idea de la felicidad se reduce a quedarme en Lima escribiendo mi trilogía sanguinaria y amando a Silvia y diciendo gansadas en televisión, no me resulta entonces tan difícil sobrevivir a la guerra fría que me han declarado Sandra y mis dos bellas hijas y pasarme los días cumpliendo mi humilde rutina de escritor mediocre, de amante rejuvenecido, de hablantín a sueldo y de eventual candidato a la presidencia de la asociación de padres de familia del nido Little Villa, donde Silvia y yo inscribiremos a James cuando tenga dos semanas de nacido y adonde James asistirá llamándose James y vestido como hombre así nazca mujer. No veo por qué una mujer no podría llamarse James.

*David José C.-
Para los que quieran contactarme y escribirme, pueden hacerlo en:
delacruzmarin@gmail.com

1 comentario:

Ana Márquez dijo...

Gracias por tu amable comentario en mi blog, amigo :-) El tuyo es también muy interesante, con bonitas imágenes y vídeos. También volveré a leer con detenmiento. Un saludo muy cordial.