David Alonso De la Cruz

martes, 14 de junio de 2011

¡Qué útil nos ha sido este mito de Cristo! - Papa León X, siglo XVI-*






*Acre, reino latino de Jerusalén, 1291.

"Hemos perdido Tierra Santa."

Ese único pensamiento no dejaba de atormentar a Martín de Carmaux; su brutal irrevocabilidad resultaba más aterradora que las hordas de guerreros que entraban trepando por la brecha abierta en el muro.
Se obligó a desechar la idea, a apartarla de su mente.
Ahora no tenía tiempo para lamentarse. Tenía trabajo que hacer. Hombres que matar.
Blandiendo la espada, se precipitó a través de las asfixiantes nubes de humo y polvo, y arremetió contra las enfurecidas filas enemigas. Estaban en todas partes, sus cimitarras y sus hachas desgarraban la carne, y sus gritos de guerra se elevaban por encima del inquietante y rítmico compás de los timbaleros que había al otro lado de las murallas de la fortaleza. Con todas sus fuerzas, abatió la espada partiendo en dos la cabeza de un hombre, y volvió a levantar la hoja para embestir al siguiente invasor. Echó un vistazo a su derecha, y vio que Aimard de Villiers clavaba su espada en el pecho de un atacante antes de enfrentarse a otro enemigo. Aturdido por los gemidos de dolor y los gritos de ira que le rodeaban, Martin notó que alguien trataba de agarrarle de la mano izquierda y velozmente dio un fuerte golpe al adversario con la empuñadura de su espada y luego bajó la hoja y sintió cómo ésta atravesaba músculos y hueso. Percibió a su derecha algo amenazadoramente cerca y de forma instintiva atacó con la espada, rebanándole el brazo a otro de los invasores para después abrirle la mejilla y cortarle la lengua d eun tajo.
Sus camaradas y él llevaban horas sin tener un respiro. La embestida islámica no solamente había sido incesante, sino además mucho peor de lo esperado. Flechas y proyectiles de llameantes puntas habían llovido sin descanso durante días sobre la ciudad, provocando más incendios de los que podían atajarse a la vez, mientras los hombres del sultán habían cavado hoyos debajo de las enormes murallas en los que habían amontonado broza, que también encendían. En muchos puntos, estos hornos provisionales habían agrietado las murallas, que ahora se derrumbaban bajo una lluvia de rocas catapultadas. Templarios y hospitalarios habían logrado, a fuerza de voluntad, repeler el asalto en la Puerta de San Antonio antes de incendiarla y retirarse. Sin embargo, la Torre Maldita, haciendo honor a su nombre, había sobrevivido permitiendo que los violentos sarracenos entraran en la ciudad y sellaran su destino.
Los gritos roncos de agonía se desvanecieron en medio de la conmoción mientras Martín bajaba su espada y miraba a su alrededor desesperado en busca de algún signo de esperanza, pero en su mente no había ninguna duda. Habían perdido Tierra Santa. Con creciente temor tomó conciencia de que el mayor ejército jamás visto, y pese a la furia y la pasión que hervía en sus venas, pese a sus esfuerzos y los de sus hermanos, estaban condenados al fracaso.
También sus superiores se habían percatado de ello. El alma se le cayó a los pies al oír la fatídica corneta, que advertía a los caballeros supervivientes del Temple que abandonaran las defensas de la ciudad. Mirando rápidamente a izquierda y derecha con turbado frenesí, sus ojos encontraron de nuevo los de Aimard de Villiers. Y en ellos detectó la misma agonía y la misma humillación que ardía en él. Codo concodo, se abrieron paso entre la confusa multitud y consiguieron regresar a la relativa seguridad del recinto templario.
Martin siguió al viejo caballero por entre los tropeles de la población aterrada, que se había refugiado dentro de los sólidos muros de la fortaleza. La escena que les esperaba en el amplio vestíbulo le sorprendió aún más que la carnicería que había presenciado fuera. Tumbado sobre una tosca mesa de comedor larga y estrecha estaba Guillaume de Beaujeu, el Gran Maestre de los Caballeros del Temple. A su lado, de pies, se encontraba Pierre de Sevrey, el senescal, junto con dos monjes. Sus afligidos rostros no dejaban lugar a dudas. Cuando dos caballeros llegaron hasta él, Beaujeu abrió los ojos y levantó un poco la cabeza, movimiento que le provocó un involuntario gemido de dolor. Martin lo miró fijamente, estupefacto. La piel del anciano había perdido todo color y sus ojos estaban inyectados de sangre. Recorrió la saeta emplumada que sobresalía por un costado de su caja torácica. El Gran Maestre sujetaba su extremo con una mano mientras con la otra le hizo seña a Aimard, que se aproximó, se arrodilló a su lado y le cogió la mano entre las suyas.

- Ha llegado la hora - Logró decir el anciano con voz débil y apenada, pero clara-. Vete ya y que Dios te guíe.

Martin no oyó las palabras. Su atención estaba en otra parte, centrada en algo que había notado en cuanto Beaujeu había abierto la boca. Era su lengua, estaba negra. La ira y el odio se agolparon en la garganta del joven caballero cuando reconoció los efectos de la saeta envenenada. Este líder de hombres, la firme figura que había dominado todas las facetas de la vida de Martín hasta donde éste podía recordar, estaba prácticamente muerto.

Se fijó en que Beaujeu alzaba la vista hacia Sevrey y asentía casi imperceptiblemente. El senescal fue hasta el extremo de la mesa y levantó una tela de terciopelo que dejó al descubierto un pequeño y labrado cofre. No medía más de tres palmos de ancho. Era la primera vez que Martin lo veía. Observó absorto a Aimard, que se puso de pie, contempló el cofre con solemnidad y después miró a Beaujeu. El anciano sostuvo la mirada antes de volver a cerrar los ojos; su respiración había adquirido una aspereza siniestra. Aimard se acercó a Sevrey y lo abrazó, a continuación cogió el cofre y, sin siquiera mirar atrás, se dirigió hacia la salida. Al pasar junto a Martin se limitó a decirle: "VEN". Martin vaciló y lanzó una mirada a Beaujeu y luego al senescal, que asintió en señal de confirmación. Entonces se apresuró a seguir a Aimard, y pronto cayó en la cuenta de que no iban al encuentro del enemigo.

Se dirigian al muelle de la fortaleza.

-¿Adónde vamos? - inquirió.

Aimard no dejó de andar.

-El Falcon Temple nos espera. Date prisa.

Martin se detuvo en seco, le daba vueltas la cabeza; estaba confuso. ¿Nos marchamos?, pensó.

Conocía a Aimard de Villiers. desde que su propio padre, también caballero, muriera quince años atrás cuando Martin tenía apenas cinco. Desde entonces, Aimard había sido su guardían, su mentor. Su héroe. Habían librado muchas batallas juntos, y Martin creía que seguirían codo a codo, y morirían uno al lado del otro cuando llegara el final. Pero esto no. Esto era una locura. Era una....deserción.

Aimard también se detuvo, pero únicamente para asir a Martin por el hombro y obligarle a andar.

-Date prisa- le ordenó

-¡No!- repuso Martin sacudiéndose la mano de Aimard.

-Si- Insistió tajante el caballero, mucho mayor que él.

Martin sintió náuseas; su rostro se ensombreció al tratar de encontrar las palabras:

-No abandonaré a nuestros hermanos- balbució-Ahora no, ¡Nunca!

Aimard exhalo un gran suspiro y echó una mirada a la ciudad sitiada. Llameantes proyectiles dibujaban arcos en el cielo nocturno y lo surcaban veloces desde todos los rincones. Sujetando todavia el cofre, se volvió y dio un amenazante paso hacia delante de modo que entre sus rostros no hubo más que unos centímetros, y Martín reparó en que los ojos de su amigo estaban empañados de lágrimas reprimidas.

-¿Acaso crees que quiero abandonarlos?- susurró, su voz cortaba el aire-. ¿Que quiero dejar al Maestre en su último trance? Parece que no e conozcas.

La mente de Martin ardía de confusión.

-Entonces...¿por que?

- Nuesro cometido es mucho más importante que matar unos cuantos perros rabiosos más- contestó Aimard sombrío-. Es crucial para la superviviencia de nuestra Orden. Es crucial, si queremos asegurarnos de que todo aquello por lo que hemos luchado no muera aquí tambén. Tenemos que irnos. Ahora.

Martin abrió la boca para protestar, pero la expresión de Aimard era inequívoca. A regañadientes, inclino la cabeza en señal de aquiescencia y lo siguió.



- Del libro "LA ORDEN DEL TEMPLE" del autor Raymond Khoury*




*Para los que quieran contactarme y escribirme, pueden hacerlo en: delacruzmarin@gmail.com

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