David Alonso De la Cruz

lunes, 17 de octubre de 2011

CONTINUACIÓN....

Le contó a Reilly cómo, en una época en la que ser cristiano equivalía a correr el riesgo de ser perseguido e incluso de morir, la supervivencia de la Iglesia dependía del establecimiento de algún tipo de orden. Un orden que fue desarrollándose hasta que en el año 180 y bajo el liderazgo de san Ireneo, obispo de Lyon, finalmente se impuso una única doctrina unificada. No podía haber más que una Iglesia con un conjunto de creencias y ritos; el resto se rechazó y pasó a ser considerado herejía. La doctrina era bien sencilla: fuera de la Iglesia verdadera no había salvación; sus miembros tenían que ser ortodoxos, que quiere decir con un pensamiento (o doctrina) correcto, y la Iglesia debía ser católica, que quiere decir universal. Lo que significaba que había que acabar con la creación casera de evangelios. El obispo de Lyon decidió que tenía que haber cuatro evangelios verdaderos, y para ello se sirvió de un curioso argumento: igual que el universo tenía cuatro esquinas y había cuatro vientos principales, tenía que haber cuatro evangelios. Escribió una obra en cinco volúmenes titulados La destrucción y el hundimiento del llamado falso conocimiento, en los que tildó a la mayoría de escritos blasfemos y determinó que los cuatro evangelios que conocemos en la actualidad eran la auténtica palabra de Dios: inequívoca, infalible y más que suficiente para las necesidades religiosas de los creyentes.
- En ninguno de los evangelios gnósticos aparecía descrita la Pasión- apuntó Vance-, en cambio, en los cuatro evangelios que eligió Ireneo sí que se hablaba de ella. Hablaban de la muerte de Jesús en la cruz y de su resurección, y acabaron asociando esas dos cosas con el ritual fundamental de la Eucaristía, la Última Cena. Pero el comienzo tampoco fue así -dijo con desdén-. En su versión inicial, el primero de los evangelios que se incluyó, el de Marcos, no hablaba para nada de la virginidad de María ni de la resurección. Terminaba con la tumba de Jesús vacía y un joven misterioso, un ser de algún modo sobrenatural, una especie de ángel, que les decía a un grupo de mujeres que se habían acercado a la tumba que Jesús las esperaba en Galilea. Entonces las mujeres, aterrorizadas, huyeron de allí y no se lo dijeron a nadie, ¿cómo puede ser que Marcos, o quienquiera que escribiese ese evangelio, se enterara de la historia? Pero bueno, la cuestión es que originariamente el Evangelio de Marcos terminaba así. No será hasta el de Mateo, escrito cincuenta años más tarde que el de Mateo, cuando se reescribirá el Evangelio de Marcos y a su final original se le añadirán apariciones de Jesús resucitado.
Tuvieron que pasar otros doscientos años (hasta el 367, exactamente)para que hubiera acuerdo en los veintisiete textos definitivos que componen lo que conocemos como el Nuevo Testamento. Al final de ese siglo, el cristianismo se había convertido en la religión oficial y se consideraba un delito la posesión de cualquier texto llamado herético. Todas las copias de evangelios alternativos fueron quemadas y destruidas. Todas, claro está, salvo las que se llevaron en secreto a Nag Hammadi y que en ningún momento hablan de un Jesús sobrenatural. -Vance siguió su relato mientras miraba fijamente a Reilly-. Esos textos se habían prohibido porque mostraban a un Jesús sabio y errante, que predicaba una vida sin posesiones y de aceptación sincera del prójimo. Sostenían que Jesucrito no había venido para salvarnos del pecado y de la condenación eterna, sino para enseñarnos a vivir con espiritualidad; y que en cuanto el discípulo alcanza la iluminación (algo que me imagino que produjo algunas noches de insomnio a san Ireneo y sus camaradas), ya no necesitaba al maestro. El alumno y el profesor están en un mismo nivel. Los cuatro evangelios admitidos como auténticos por la Iglesia, los que están en el Nuevo Testamento, nos muestran a Jesús como nuestro Salvador, el Mesías, el Hijo de Dios. Los cristianos ortodoxos, igual que los judíos ortodoxos, insisten en que entre el hombre y su Creador hay un abismo insalvable. Pero los evangelios encontrados en Nag Hammadi contradicen esta idea: dicen que el autoconocimiento lleva al conocimiento de Dios; que el yo y lo divino son una sola y única cosa. Y lo que es más grave todavía, al describir a Jesús como un maestro, como un sabio dotado de una serie de conocimientos, están diciendo que es un hombre, al que cualquiera de nosotros podríamos emular, y eso hubiera echado por tierra los planes del obispo de Lyon. Era imposible que Jesús fuera solamente un hombre, tenía que ser mucho más que eso. Tenía que ser el Hijo de Dios. Tenía que ser único, porque sólo así la Iglesia podía ser única, el único camino de salvación. Fue dando esa imagen de Jesucristo como la Iglesia primitiva pudo afirmar que a aquel que no estuviese de acuerdo con ella, que no observase sus reglas y no viviese como ella determinaba, le esperaba la condena eterna. Vance hizo una pausa y miró atentamente a Reilly antes de inclinarse hacia delante y añadir con un susurro que cortó el aire:
-Lo que le quiero decir con esto, agente Reilly, es que todo aquellos en lo que los cristianos creen hoy día y llevan creyendo desde el siglo cuarto, todos los rituales que celebran, la Eucaristía, las fiestas de precepto, no existían en la época de los primeros seguidores de Jesús. Se lo inventaron mucho más tarde; mucho de esos rituales y creencias sobrenaturales, desde la resurección hasta la Navidad, fueron importados de otras religiones. No obstante, los fundadores de la Iglesia hicieron un gran trabajo. Llevan dos mil años de aplastante victoria, pero creo que los templarios tenían razón. Por aquel entonces el asunto se les había escapado de las manos, habían empezado a eliminar a aquellos que elegían creer en otra cosa.
Y la verdad es que basta con echar un vistazo al mundo- concluyó Vance mientras, enfadado, agitaba un dedo delante de Reilly- para darse cuenta de que la Iglesia es una institución obsoleta.






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